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María, la mujer en la Biblia


MARIA, LA MUJER EN LA BIBLIA
Por Álvaro Molina
Hasta hace poco, nuestros hermanos separados rompían en confrontaciones directas cuando se trataba de abordar el tema de la virgen María. Hoy en día, han cambiado su táctica. Ahora nos dicen que ellos le dan su lugar a María (nunca le dicen virgen María), que ellos reconocen la importancia de María en la biblia, aunque siempre que dicen eso lo acompañan con al menos un pero. Veamos cómo actúan ellos en realidad, cuando se trata de la Madre de Dios:

No reconocen su perpetua virginidad.

No la reconocen como Madre de Dios.

Dicen que ella ya está muerta.

No aceptan que ella es la Llena de Gracia.

Dicen que rendirle culto va contra la biblia.

Dicen que no era inmaculada.

Dicen que era una mujer cualquiera, una pecadora.

Y luego de esas y muchas otras aseveraciones de parte de los que dicen respetar y darle a la virgen María su lugar, vienen y nos quieren hablar de un Jesús soberbio, que menospreció a Su madre porque Él era el Hijo de Dios, y como tal no iba a rebajarse ante una simple mortal, y por eso Él nunca la llamó madre, sino que simplemente mujer.

Si eso es así, entonces ese Jesús de los protestantes no es el Jesús que murió por nosotros, los simples mortales, en una horrible muerte de cruz. Tampoco es el mismo Jesús que libró a la mujer adúltera, otra simple mortal, de una muerte por lapidación. Ni es el Jesús que, con mucho amor, curó a otros tantos simples mortales de muchos males. Y definitivamente no es el mismo Jesús que resucitó a aquel mortal de nombre Lázaro, cuyo cadáver ya se encontraba putrefacto. Es más que evidente la contradicción en la que caen nuestros hermanos separados.

El Jesús de los no católicos es un Jesús muy distinto del que vemos en los evangelios. Ellos dicen que Jesús nunca llamó «madre» a María, y que por lo tanto, si Jesús solamente la llamó mujer, quiere decir que ella era solamente eso, una mujer del montón y nada más. Pero esas conclusiones erróneas son las que se dan al no escudriñar las escrituras a la luz de Cristo.

En el Génesis Dios le dice a la serpiente que pondrá enemistad entre ella y la mujer. Estamos hablando de la serpiente que alejó a la humanidad de Dios. No estamos hablando de una serpiente que cualquiera puede matar a garrotazos. Estamos hablando de La Serpiente, o sea que se trata del demonio, a quien la biblia también llama dragón, en el libro del Apocalipsis.

La Mujer aparece en la biblia tanto al inicio como al final. En el Génesis la Mujer es la misma que recibe el nombre de Eva, de parte de Adán, después de haber sido expulsados del paraíso. Dios no dijo que la enemistad sería entre la serpiente y Eva, Él dijo que sería entre La Serpiente y La Mujer y a partir de ahí quedaron definidos los dos bandos. En el Apocalipsis, el último libro de la biblia, de nuevo vemos la figura de La Mujer, que es perseguida por el dragón que quiere matarla a ella y al niño.

Cuando Jesús, amorosamente, llama a Su madre «Mujer», lo hace porque le está recordando su verdadera misión, su verdadero lugar. No lo hace para referirse a ella de forma despectiva, sino más bien reconociendo en ella a La Mujer que dará Gloria a Dios al enfrentar y vencer a la serpiente, a La Mujer que dará Gloria a Dios al vencer el ataque del dragón. Jesús no la llama Mujer como una forma de desprecio, sino que se trata de un título y como tal, tiene un profundo significado.

En el evangelio de San Lucas vemos a Jesús de doce años, que se separa de Su familia para quedarse en Jerusalén. Sus padres, después de días de búsqueda, cuando finalmente lo encuentran, le reclaman por su actuar. Aquí no veremos a un Jesús como lo quieren presentar los no católicos. El Jesús de los protestantes es un Jesús que hubiera dado una respuesta peyorativa, repleta de desprecio hacia dos simples mortales pues, al fin y al cabo, aun siendo un niño de doce años, Él es El Hijo de Dios. Pero no hubo desprecios. Su respuesta es más bien reveladora, además de conciliadora. No menosprecia a José y a María, no los degrada a «simples seres humanos del montón», sino que los enaltece al darles una pequeña revelación: «Debo encargarme de las cosas de mi Padre».

Jesús reconoce a la virgen María como madre, no para Sí mismo, sino que para todos los discípulos. Se la deja a Juan, siendo el único de los doce que se atrevió a estar ahí, aun a riesgo de ser crucificado también. Pero no se la deja a Juan porque no hubiera nadie más para hacerse cargo de ella. Es al revés, Jesús la deja para que ella se haga cargo de los doce y del resto de la iglesia. Ella es la que de primera mano conoció al Espíritu Santo y ahora a ella le toca dar consuelo a los discípulos mientras el Santo Espíritu regresa una vez más para tocar a los doce. Recordemos que María estaba con ellos cuando el Espíritu Santo les otorgó Sus dones en el día de Pentecostés. Ella fue el consuelo para todos ellos, mientras aguardaban la fase final de su preparación.

¿Hacía falta que Jesús dejara a Su madre, la virgen María, a cargo de sus discípulos? Claro que sí. Aquel grupo necesitaba a alguien fuerte que los mantuviera juntos. Y si alguien cree lo contrario, pues veamos: Pedro negó, Tomás dudó, Judas traicionó y se ahorcó, Juan andaba retando a la muerte, buscando cómo morir antes de tiempo. Y los otros, solo Dios sabe a dónde se fueron a esconder, después de que apresaran a Jesús en el huerto de los olivos. Aquel grupo peligraba desaparecer, y eso iba a ocurrir a menos que quedaran en manos de alguien tenaz, de una mujer llena de la gracia de Dios, tocada por el Espíritu Santo. Una vez más, la figura de La Mujer surge, ahora como amorosa madre.

Muchos dirán que ella no fue más que un consuelo temporal, que una vez llegado el Espíritu Santo, ella fue descartada porque ya no se le vuelve a mencionar más en la biblia. Pero recordemos que, décadas más tarde, fue San Lucas el que se encargó de incluir mucho acerca de ella, y escribió muchos pasajes de su evangelio donde la virgen narra hechos que sólo ella pudo haber sabido. Los otros tres evangelistas también la mencionan en momentos claves en sus evangelios.

Algo debió haber hecho ella para que San Lucas tuviera interés en incluirla a la hora de ponerse a redactar su evangelio. Y seguramente fue algo más que solamente haber dado a luz a Jesús. Seguramente hizo mucho por la iglesia naciente después de aquel día de Pentecostés. También recordemos que de ella siempre se dice, en el evangelio de San Lucas, que todo lo guardaba en su corazón. Es decir, que ella nunca buscó protagonismo. Si hizo muchas cosas, ella se aseguró de que no sobresaliera su persona, sino que la de su hijo, Jesús, para dar Gloria a Dios.

Luego tenemos a San Juan, algunas décadas después del evangelio de San Lucas, escribiendo el Apocalipsis, en donde podemos leer en el capítulo 12 acerca de la mujer vestida de sol, coronada de estrellas, con la luna a sus pies. Es la mujer que vence al dragón y logra dar a luz al niño. Ella es la mujer cuyos hijos son los que guardan el testimonio de Cristo y a quienes el dragón atacará, al haber fracasado en su intento de matar a la mujer y al niño. No es por nada que a San Juan le fue dada esta revelación, donde queda claro que María es eterna madre de la Iglesia.

En el Génesis Eva cayó víctima del engaño, y no hay nada que ella pueda hacer para remediarlo. La serpiente ha ganado, o por lo menos eso es lo que cree. Pero Dios se hace presente y redefine la situación. Aquello no es el final de la guerra. Apenas fue un breve encuentro que ha servido para definir los dos bandos. Esos bandos aparecen otra vez en el Nuevo Testamento. En un lado tenemos a la serpiente, a ese dragón amenazante, atacando a la mujer y a todo lo que la representa. En el otro tenemos a la mujer, a esa mujer fuerte y valiente que dice “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mi según Su palabra”.

Al igual que en las bodas de Caná, ella es la mano piadosa detrás de la cortina, mano invisible pero misericordiosa, intercediendo en silencio, pidiendo a su hijo para que conceda el milagro a quien lo necesita. Ella es la mujer que Jesús dejara como madre de Su iglesia, para que nos ayude a acercarnos más a su divino hijo, por cuyo único medio se alcanza la salvación.

Gracias a la Tradición, a las Escrituras, y al Magisterio, nosotros podemos entender su labor. Hoy en día, por mucho que ella quiera pasar desapercibida, ya no puede. Los católicos ya sabemos de su intercesión. Sabemos que ella está ahí, siempre silenciosa, pero intercediendo, pidiendo, rogando a Jesús que conceda el milagro, para que la gloria siempre le sea dada al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.


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