VEN, JESÚS, ACARICIA MI PECADO
Por Álvaro Molina
Un Caminante iba por una calle. Pasó por una casa donde estaba una mujer con una víbora venenosa en sus manos. Espontáneamente le dijo al Caminante «¿Quieres acariciar mi perrito? Ven, te dará buena suerte.» El Caminante, manteniendo prudente distancia y un tanto alarmado, le dijo a la mujer que aquello no era ningún perrito, que se trataba de una peligrosa víbora venenosa. La víbora, al escuchar al Caminante, se puso agresiva, pero no atacó al Caminante, sino que a la mujer, y esta, al sentir las mordeduras de la víbora, empezó a insultar al Caminante, a llamarle por toda clase de epítetos, profundamente ofendida porque el Caminante le había llamado víbora venenosa a su perrito. El Caminante optó por seguir su camino.
Unos metros más adelante se encontró con un hombre que cuidaba de unas ovejas. El Caminante observó que entre las ovejas estaba un lobo de aspecto inquietante. El hombre, espontáneamente, le dijo al Caminante «Ven, entra, camina entre mis ovejas y acaricia a mi manso cordero, te hará sentir mejor.» El Caminante notó que el hombre señaló al lobo cuando le habló del manso cordero. De nuevo, con algo de alarma en su rostro, el Caminante le dijo al hombre que aquello no era un manso cordero, que era un fiero lobo, que probablemente lo mataría a él primero y luego se haría del rebaño. El lobo, al escuchar al Caminante, destrozó a una de las ovejas, a la vista del hombre. Inmediatamente el hombre se puso como energúmeno, igual como se había puesto la mujer, y vociferaba reclamándole al Caminante el por qué le había llamado fiero lobo a su manso corderito. El Caminante siguió su camino.
Varios metros más adelante se encontró con una jovencita que cuidaba de unas gallinas, entre las cuales había un par de feroces zorros. La jovencita le dijo al Caminante «Ven, toca a mis dos conejitos, te dará mucha paz.» El Caminante le advirtió a la jovencita que aquellos eran dos zorros, que probablemente acabarían hasta con la última gallina. Los zorros escucharon al Caminante y destrozaron a la mitad del gallinero, con lo cual la jovencita se soltó en injurias contra el Caminante, mientras le reclamaba el por qué había ofendido de esa forma a sus dos conejitos. El Caminante continuó su marcha.
Varias escenas similares se dieron mientras el Caminante cruzaba por aquella larga calle. Hubo quienes invitaron al Caminante a acariciar alacranes que le fueron presentados como loritos que calmaban los nervios, pitones que le dijeron que eran gallos que adivinaban el futuro, sanguijuelas que le dijeron que eran anillos benditos que ayudaban a leer las estrellas, un feroz tigre que le dijeron que era un manso gatito que se comunicaba con los muertos, un irascible toro que le dijeron que era una tortuga que curaba todos los males, y muchas otras más. En todos los casos el Caminante les advirtió de la verdad y en muchos de los casos la gente reaccionó con violencia tras haber sido atacados por sus animales «inocentes». Otros solo se entristecían y se retiraban a sus casas, cerrando la puerta detrás de ellos.
Solo unos cuantos reaccionaron sensatamente y se dieron cuenta de que el Caminante estaba en lo correcto y que se encontraban en grave peligro. Al igual que en todos los casos, los peligros reaccionaban violentamente cuando notaban que el Caminante los señalaba, incluso contra aquellos que podían abrir los ojos y ver lo que el Caminante veía. Pero el Caminante intervenía y ayudaba a las personas a librarse de las amenazas que tenían en sus casas.
Algo parecido ocurre en nuestras vidas como cristianos. Tenemos pecados dentro de nuestras vidas y los llamamos con otros nombres, para sentirnos mejor al respecto, en lugar de reconocer el verdadero peligro que son. Y más aún, invitamos a Jesús, ese Caminante que recorre el mundo por medio de Su Iglesia, y le pedimos que acaricie nuestro pecado, que lo acepte e incluso que lo comparta con nosotros. Algunos abren los ojos y se dan cuenta del grave peligro que corren, y dejan que el Caminante les ayude a sacar la amenaza de sus vidas. Otros, muchos otros tristemente, reaccionan con violencia cuando se les señala el peligro, y reclaman que se les respete su pecado, que no se les juzgue, y hasta exigen que Cristo los acepte así como están y que no los cambie. Gritan y exigen respeto, respeto y más respeto, mientras repiten frases que fabricaron a partir de versículos bíblicos para su propia conveniencia. Frases como «Dios es amor, más misericordia, solo Dios puede juzgar, no veas la paja en el ojo ajeno, el que esté libre de pecado… ».
Muchos están tan cómodos en su pecado que cuando el Caminante, por medio de algún miembro de Su Iglesia, ya sea un sacerdote, un predicador, o un simple parroquiano, trata de ayudarles, ellos más bien invitan al Caminante a que les acaricie su pecado, a que se los acepte, a que se los bendiga y les diga que esos pecados están bien. Y cuando el Caminante, por medio de los miembros de Su Iglesia, se niega a acariciarles sus pecados y más bien se los señala, comienzan las enemistades, las caras agrias, los insultos, y demás demostraciones de enfado.
Es necesario que nos demos cuenta de que Dios no es un abuelito senil que dejará entrar a todos los pecadores en el Cielo. La parábola del juicio de las naciones es clara. Habrá un juicio, y habrá salvación, pero también habrá condenación, y muchos caerán en el infierno, de donde ya no hay salida posible. Dejemos de acariciar nuestros pecados, y sobre todo, dejemos de exigir respeto hacia ellos. Aún es tiempo de cambiar, de arrepentirse. Hagámoslo hoy, no esperemos más.
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Un Caminante iba por una calle. Pasó por una casa donde estaba una mujer con una víbora venenosa en sus manos. Espontáneamente le dijo al Caminante «¿Quieres acariciar mi perrito? Ven, te dará buena suerte.» El Caminante, manteniendo prudente distancia y un tanto alarmado, le dijo a la mujer que aquello no era ningún perrito, que se trataba de una peligrosa víbora venenosa. La víbora, al escuchar al Caminante, se puso agresiva, pero no atacó al Caminante, sino que a la mujer, y esta, al sentir las mordeduras de la víbora, empezó a insultar al Caminante, a llamarle por toda clase de epítetos, profundamente ofendida porque el Caminante le había llamado víbora venenosa a su perrito. El Caminante optó por seguir su camino.
Unos metros más adelante se encontró con un hombre que cuidaba de unas ovejas. El Caminante observó que entre las ovejas estaba un lobo de aspecto inquietante. El hombre, espontáneamente, le dijo al Caminante «Ven, entra, camina entre mis ovejas y acaricia a mi manso cordero, te hará sentir mejor.» El Caminante notó que el hombre señaló al lobo cuando le habló del manso cordero. De nuevo, con algo de alarma en su rostro, el Caminante le dijo al hombre que aquello no era un manso cordero, que era un fiero lobo, que probablemente lo mataría a él primero y luego se haría del rebaño. El lobo, al escuchar al Caminante, destrozó a una de las ovejas, a la vista del hombre. Inmediatamente el hombre se puso como energúmeno, igual como se había puesto la mujer, y vociferaba reclamándole al Caminante el por qué le había llamado fiero lobo a su manso corderito. El Caminante siguió su camino.
Varios metros más adelante se encontró con una jovencita que cuidaba de unas gallinas, entre las cuales había un par de feroces zorros. La jovencita le dijo al Caminante «Ven, toca a mis dos conejitos, te dará mucha paz.» El Caminante le advirtió a la jovencita que aquellos eran dos zorros, que probablemente acabarían hasta con la última gallina. Los zorros escucharon al Caminante y destrozaron a la mitad del gallinero, con lo cual la jovencita se soltó en injurias contra el Caminante, mientras le reclamaba el por qué había ofendido de esa forma a sus dos conejitos. El Caminante continuó su marcha.
Varias escenas similares se dieron mientras el Caminante cruzaba por aquella larga calle. Hubo quienes invitaron al Caminante a acariciar alacranes que le fueron presentados como loritos que calmaban los nervios, pitones que le dijeron que eran gallos que adivinaban el futuro, sanguijuelas que le dijeron que eran anillos benditos que ayudaban a leer las estrellas, un feroz tigre que le dijeron que era un manso gatito que se comunicaba con los muertos, un irascible toro que le dijeron que era una tortuga que curaba todos los males, y muchas otras más. En todos los casos el Caminante les advirtió de la verdad y en muchos de los casos la gente reaccionó con violencia tras haber sido atacados por sus animales «inocentes». Otros solo se entristecían y se retiraban a sus casas, cerrando la puerta detrás de ellos.
Solo unos cuantos reaccionaron sensatamente y se dieron cuenta de que el Caminante estaba en lo correcto y que se encontraban en grave peligro. Al igual que en todos los casos, los peligros reaccionaban violentamente cuando notaban que el Caminante los señalaba, incluso contra aquellos que podían abrir los ojos y ver lo que el Caminante veía. Pero el Caminante intervenía y ayudaba a las personas a librarse de las amenazas que tenían en sus casas.
Algo parecido ocurre en nuestras vidas como cristianos. Tenemos pecados dentro de nuestras vidas y los llamamos con otros nombres, para sentirnos mejor al respecto, en lugar de reconocer el verdadero peligro que son. Y más aún, invitamos a Jesús, ese Caminante que recorre el mundo por medio de Su Iglesia, y le pedimos que acaricie nuestro pecado, que lo acepte e incluso que lo comparta con nosotros. Algunos abren los ojos y se dan cuenta del grave peligro que corren, y dejan que el Caminante les ayude a sacar la amenaza de sus vidas. Otros, muchos otros tristemente, reaccionan con violencia cuando se les señala el peligro, y reclaman que se les respete su pecado, que no se les juzgue, y hasta exigen que Cristo los acepte así como están y que no los cambie. Gritan y exigen respeto, respeto y más respeto, mientras repiten frases que fabricaron a partir de versículos bíblicos para su propia conveniencia. Frases como «Dios es amor, más misericordia, solo Dios puede juzgar, no veas la paja en el ojo ajeno, el que esté libre de pecado… ».
Muchos están tan cómodos en su pecado que cuando el Caminante, por medio de algún miembro de Su Iglesia, ya sea un sacerdote, un predicador, o un simple parroquiano, trata de ayudarles, ellos más bien invitan al Caminante a que les acaricie su pecado, a que se los acepte, a que se los bendiga y les diga que esos pecados están bien. Y cuando el Caminante, por medio de los miembros de Su Iglesia, se niega a acariciarles sus pecados y más bien se los señala, comienzan las enemistades, las caras agrias, los insultos, y demás demostraciones de enfado.
Es necesario que nos demos cuenta de que Dios no es un abuelito senil que dejará entrar a todos los pecadores en el Cielo. La parábola del juicio de las naciones es clara. Habrá un juicio, y habrá salvación, pero también habrá condenación, y muchos caerán en el infierno, de donde ya no hay salida posible. Dejemos de acariciar nuestros pecados, y sobre todo, dejemos de exigir respeto hacia ellos. Aún es tiempo de cambiar, de arrepentirse. Hagámoslo hoy, no esperemos más.
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