¿CUÁNDO PASÓ LA IGLESIA DE JERUSALÉN A ROMA?
Referente al traslado de la sede de la Iglesia de Jerusalén a Roma.
Respecto del traslado de la sede de la Iglesia de Jerusalén a Roma, el libro de los Hechos de los Apóstoles termina su relato cerca de la actividad de Pedro en la iglesia madre de Jerusalén con la frase, enigmática, de que “se marchó a otro lugar”(Act 12, 17). No se ve ni el motivo de la marcha de Pedro, ni adonde se dirigió.
Nada puede afirmarse en concreto acerca de los puntos del camino que lo llevó a Roma, de la fecha de su llegada a la capital del imperio, ni sobre la duración de su estancia. Es, en cambio, seguro que tomó parte en el concilio de los apóstoles en Jerusalén, que ha de fecharse poco después de mediados de siglo, y que luego estuvo algún tiempo en Antioquía (Act 15, 7; Gal 2, 11-14).
El fundamento y sostén de la tradición romana petrina lo integran tres testimonios originales, muy próximos entre sí cronológicamente y que, tomados en conjunto, tienen una fuerza afirmativa que, prácticamente, se equipara a la certeza histórica. El primer testimonio es de origen romano, y se haya en la carta que Clemente, en nombre de la iglesia de Roma, envía a la de Corinto. Clemente viene a hablar, en el capítulo V, de casos recientes en que los cristianos, “por envidia”, sufrieron tormentos y hasta la muerte, De entre ellos descuellan Pedro y Pablo: “Pedro, que, por inicua emulación, hubo de soportar ni uno ni dos, sino mucho más trabajos y, después de dar así su testimonio, marchó al lugar de la gloria que le era debido”. Con el sufrió el martirio una gran muchedumbre “de elegidos”, entre ellos mujeres cristianas, que fueron ejecutadas vestidas de Danaides y Dirces. Se trata de una alusión a la persecución bajo Nerón y ello nos permite relacionar la muerte de Pedro y situarla cronológicamente a mediados de los años sesenta. Clemente no da dato alguno sobre la forma y lugar de la ejecución, y su silencio sobre el pormenor supone evidentemente en sus lectores conocimientos de los acontecimientos; a él mismo, como pasados en el lugar de su residencia y en sus mismos días (en su generación), le eran sin duda personalmente familiares.
El fondo esencial de ese testimonio lo hallamos también en una carta que, unos veinte años más tarde, fue dirigida desde oriente a la iglesia de Roma. Ignacio de Antioquía, obispo de la iglesia de la gentilidad de más rica tradición, que podía como nadie estar informado sobre la vida y muerte de los apóstoles, ruega a los cristianos de Roma no le priven de sufrir el martirio intercediendo por ante las autoridades romanas. Ignacio aclara su ruego la frase respetuosa: “Yo no os mando como Pedro y Pablo”. Luego éstos tuvieron un día con la Iglesia de Roma una relación que les dio una posición de autoridad, es decir, permanecieron allí como miembros activos de la comunidad, no pasajeramente, como visitantes casuales. El peso de este testimonio está en el hecho de que una afirmación venida del lejano oriente cristiano confirma inequívocamente lo que la iglesia romana sabe acerca de la estancia de Pedro en ella.
Próximo a la carta ignaciana a los romanos, se nos ofrece un tercer documento, como testimonio a favor de la estancia y martirio de Pedro en Roma: la Ascensio Isaiae (4,2s), cuya redacción cristiana data de hacia el año 100. Ésta habla en estilo de anuncio profético de que la plantación de los doce apóstoles será perseguida por Beliar, el asesino de su madre (Nerón), y uno de los doce será entregado en sus manos. Esta profecía se aclara por un fragmento del Apocalipsis de Pedro, que hay que atribuir igualmente a los comienzos del siglo II. Aquí se dice: “Mira, Pedro, a ti te lo he revelado y expuesto todo. Marcha, pues, a la ciudad de la prostitución, y bebe el cáliz que yo te he anunciado”. Este texto combinado, que demuestra conocer el martirio de Pedro en Roma bajo Nerón, confirma y subraya considerablemente la seguridad de la tradición romana. A estas tres afirmaciones fundamentales se añaden aún dos alusiones que redondean el cuadro de la tradición petrina. El autor del último capítulo del evangelio de Juan alude claramente a la muerte de Pedro por el martirio, y sabe evidentemente que fue ejecutado en la cruz (Jn 21,18s), si bien se calla respecto al lugar de martirio,. En cambio, en los versículos finales de la primera carta de Pedro se señala a Roma como su lugar de residencia, pues la carta se dice estar escrita en “Babilonia; ahora bien por “Babilonia” hay que entender antes que nada a Roma, como lo sugiere la ecuación Roma-Babilonia del Apocalipsis de Juan (14, 8; 16ss) y de la literatura judía apocalíptica y rabínica.
La tradición romana petrina no se rompe en el curso del siglo II y es atestiguada ampliamente por testimonios de los más variados territorios por los que se ha propagado el cristianismo; así, en oriente, por el obispo Dionisio de Corinto; en occidente, por Ireneo de Lyon, y en África, por Tertuliano. Aún es más importante el hecho de que no haya iglesia cristiana que pretenda para sí esta tradición ni se levante una voz contemporánea que la combata o ponga en duda. Esta ausencia casi sorprendente de toda tradición concurrente ha de estimarse sin duda como un factor decisivo en el examen crítico de la tradición romana.
Puede ver al respecto: Hubert Jedin, “Manual de Historia de la Iglesia”, Herder, Barcelona 1980, tomo I, pp. 186-188. Hemos tomado la respuesta de manera prácticamente literal.
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Por: P. Miguel Angel Fuentes
Respecto del traslado de la sede de la Iglesia de Jerusalén a Roma, el libro de los Hechos de los Apóstoles termina su relato cerca de la actividad de Pedro en la iglesia madre de Jerusalén con la frase, enigmática, de que “se marchó a otro lugar”(Act 12, 17). No se ve ni el motivo de la marcha de Pedro, ni adonde se dirigió.
Nada puede afirmarse en concreto acerca de los puntos del camino que lo llevó a Roma, de la fecha de su llegada a la capital del imperio, ni sobre la duración de su estancia. Es, en cambio, seguro que tomó parte en el concilio de los apóstoles en Jerusalén, que ha de fecharse poco después de mediados de siglo, y que luego estuvo algún tiempo en Antioquía (Act 15, 7; Gal 2, 11-14).
El fundamento y sostén de la tradición romana petrina lo integran tres testimonios originales, muy próximos entre sí cronológicamente y que, tomados en conjunto, tienen una fuerza afirmativa que, prácticamente, se equipara a la certeza histórica. El primer testimonio es de origen romano, y se haya en la carta que Clemente, en nombre de la iglesia de Roma, envía a la de Corinto. Clemente viene a hablar, en el capítulo V, de casos recientes en que los cristianos, “por envidia”, sufrieron tormentos y hasta la muerte, De entre ellos descuellan Pedro y Pablo: “Pedro, que, por inicua emulación, hubo de soportar ni uno ni dos, sino mucho más trabajos y, después de dar así su testimonio, marchó al lugar de la gloria que le era debido”. Con el sufrió el martirio una gran muchedumbre “de elegidos”, entre ellos mujeres cristianas, que fueron ejecutadas vestidas de Danaides y Dirces. Se trata de una alusión a la persecución bajo Nerón y ello nos permite relacionar la muerte de Pedro y situarla cronológicamente a mediados de los años sesenta. Clemente no da dato alguno sobre la forma y lugar de la ejecución, y su silencio sobre el pormenor supone evidentemente en sus lectores conocimientos de los acontecimientos; a él mismo, como pasados en el lugar de su residencia y en sus mismos días (en su generación), le eran sin duda personalmente familiares.
El fondo esencial de ese testimonio lo hallamos también en una carta que, unos veinte años más tarde, fue dirigida desde oriente a la iglesia de Roma. Ignacio de Antioquía, obispo de la iglesia de la gentilidad de más rica tradición, que podía como nadie estar informado sobre la vida y muerte de los apóstoles, ruega a los cristianos de Roma no le priven de sufrir el martirio intercediendo por ante las autoridades romanas. Ignacio aclara su ruego la frase respetuosa: “Yo no os mando como Pedro y Pablo”. Luego éstos tuvieron un día con la Iglesia de Roma una relación que les dio una posición de autoridad, es decir, permanecieron allí como miembros activos de la comunidad, no pasajeramente, como visitantes casuales. El peso de este testimonio está en el hecho de que una afirmación venida del lejano oriente cristiano confirma inequívocamente lo que la iglesia romana sabe acerca de la estancia de Pedro en ella.
Próximo a la carta ignaciana a los romanos, se nos ofrece un tercer documento, como testimonio a favor de la estancia y martirio de Pedro en Roma: la Ascensio Isaiae (4,2s), cuya redacción cristiana data de hacia el año 100. Ésta habla en estilo de anuncio profético de que la plantación de los doce apóstoles será perseguida por Beliar, el asesino de su madre (Nerón), y uno de los doce será entregado en sus manos. Esta profecía se aclara por un fragmento del Apocalipsis de Pedro, que hay que atribuir igualmente a los comienzos del siglo II. Aquí se dice: “Mira, Pedro, a ti te lo he revelado y expuesto todo. Marcha, pues, a la ciudad de la prostitución, y bebe el cáliz que yo te he anunciado”. Este texto combinado, que demuestra conocer el martirio de Pedro en Roma bajo Nerón, confirma y subraya considerablemente la seguridad de la tradición romana. A estas tres afirmaciones fundamentales se añaden aún dos alusiones que redondean el cuadro de la tradición petrina. El autor del último capítulo del evangelio de Juan alude claramente a la muerte de Pedro por el martirio, y sabe evidentemente que fue ejecutado en la cruz (Jn 21,18s), si bien se calla respecto al lugar de martirio,. En cambio, en los versículos finales de la primera carta de Pedro se señala a Roma como su lugar de residencia, pues la carta se dice estar escrita en “Babilonia; ahora bien por “Babilonia” hay que entender antes que nada a Roma, como lo sugiere la ecuación Roma-Babilonia del Apocalipsis de Juan (14, 8; 16ss) y de la literatura judía apocalíptica y rabínica.
La tradición romana petrina no se rompe en el curso del siglo II y es atestiguada ampliamente por testimonios de los más variados territorios por los que se ha propagado el cristianismo; así, en oriente, por el obispo Dionisio de Corinto; en occidente, por Ireneo de Lyon, y en África, por Tertuliano. Aún es más importante el hecho de que no haya iglesia cristiana que pretenda para sí esta tradición ni se levante una voz contemporánea que la combata o ponga en duda. Esta ausencia casi sorprendente de toda tradición concurrente ha de estimarse sin duda como un factor decisivo en el examen crítico de la tradición romana.
Puede ver al respecto: Hubert Jedin, “Manual de Historia de la Iglesia”, Herder, Barcelona 1980, tomo I, pp. 186-188. Hemos tomado la respuesta de manera prácticamente literal.
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