LOS ASESINATOS DE FE: LA VERDADERA HISTORIA DE CRIMEN EN LA COMUNIDAD DE LOS TESTIGOS DE JEHOVÁ
Por James Kostelniuk
Un padre que perdió a sus hijos habla de crimen y traición dentro de la comunidad de los Testigos de Jehová
Ilustración por James McMullan
Estaba en casa con mi esposa, Marge, al tiempo que llegó el oficial del RCMP. Mi mente hizo un frenético recorrido por todas las posibles razones para su visita. Vestía de paisano y entendí por su porte que no se trataba de una llamada rutinaria. Recuerdo que no parecían las maneras que se espera de un policía, es decir, de forma calmada e impersonal. De hecho aparentaba estar muy nervioso.
El oficial parecía como si tuviera necesidad de algo firme sobre lo que sentarse y le ofrecí una silla en la mesa de la cocina. Tomó el asiento cautelosamente, como si pudiera romperse. Bajando la mirada hizo una pausa que pareció larga. Oí el papel que había sacado de su bolsillo y que sonaba entre sus manos, siendo entonces cuando advertí que estaba tembloroso. Pensé, "algo terrible ha sucedido". Entonces me di cuenta de que también yo estaba temblando.
Al fin le afloraron las palabras. "¿Es usted el padre de Juri y Lindsay Kostelniuk"? Sobrepuse mi ánimo y le dije que sí. "Siento comunicarle que ellos y su madre, Kim Anderson, han sido asesinados hoy hacia las 12, 30 del medio día en Burnaby, British Columbia. Jeff Anderson, marido de Kim, está bajo custodia de la policía".
Me descompuse y una especie de náusea me recorrió el cuerpo. Me sentí hecho añicos, como si una parte de mí estuviera estuviera observando desde cada rincón de la habitación.
"¿Cómo... han muerto?" , llegué a preguntar. ¿"Qué tipo de arma"?.
El oficial echó una ojeada a su papel y carraspeó. "Ha sido por disparos de escopeta, señor".
De nuevo las náuseas. Estreché mi estómago y me retorcí de dolor. ¿Una escopeta?
La voz de Marge sobresalió emocionada. "¿Por qué los niños?", gritó. "¿Qué han hecho? ¿Por qué...?"
El oficial hizo una mueca y se encogió de hombros impotente. "Lo siento", dijo. Es todo cuanto sé.
¿Qué otra cosa podría decir? ¿Qué podría decir nadie?
Ese día, 29 de agosto de 1985, marcaría el final de la vida que había llevado hasta entonces, así como el comienzo de un inconcebible estado de angustia y una pena interminable. También daría comienzo a una despiadada búsqueda de respuestas que me llevaría a hacer un examen de los rincones más oscuros de la experiencia humana.
A manera de terapia, comencé a escribir un diario, anotando mis sueños y los recuerdos de mi primera esposa y de los niños. Este ejercicio me llevó a darme cuenta de lo poco que llegué a saber de ellos después de nuestra separación. Empecé a trasladar el gran vacío que su asesinato dejó hacia una necesidad de información, sin la cual nunca llegaría a entender sus muertes. Y comencé de manera creciente a enfocar la atención sobre Jeff Anderson, el hombre que los había asesinado, como la única fuente de información.
A principios de abril de 1987, al recoger el correo, entre otros documentos, encontré un sobre delgado, color blanco, tamaño correo de negocios, pulcro y dirigido a mí. En el extremo superior izquierdo ponía: "Jeff Anderson, Internado, Kent Institution, Agassiz, British Columbia".
La carta estaba fechada el 2 de abril de 1987 y comenzaba así: "No hay palabras que puedan expresar la angustia por lo horrible de lo que hice...
Tomé la decisión de contestarle un mes después. Ese primer intercambio fue el comienzo de una correspondencia que durraría unos cinco años. Eventualmente serviría para poner de manifiesto toda la información que ansiaba.
Cuando conocí a Kim Evans en la primavera de 1972, en casa de un amigo, yo tenía veinticinco años, estaba soltero y andaba en busca de una chica testigo de Jehová apropiada para mí. Kim contaba con dieciocho años, recién graduada de la escuela superior. Era una testigo de Jehová de segunda generación, no una conversa como lo era yo, y tan sólo había conocido esa clase de vida.
Nos casamos al año siguiente y permanecimos juntos por casi seis años, no muy felices en su mayor parte. Kim era una ama de casa práctica y una excelente madre para Juri, nacido en 1974, y Lindsay, que nació en 1977, pero a menudo se sentía deprimida. Yo cumplía con mi obligación como proveedor de la casa, pero estaba un tanto alejado de la imagen que tenía Kim del marido ideal como Testigo. Según la doctrina de los testigos, el hombre de la familia ha de ser su cabeza espiritual, el que conduzca a sus miembros a través del camino recto y estrecho y manteniéndolos fieles. En lugar de proporcionar estabilidad, comencé a expresar profunda insatisfacción con la fe de los testigos de Jehová. Mis dudas amenazaban con alejar cada vez más a Kim y a los niños de lo que ella consideraba como su seguridad.
En abril de 1975 observé en las noticias de la noche que la guerra de Vietnam iba a terminarse. La guerra y todas sus atrocidades era algo repugnante para mí, pero los testigos de Jehová casi veían con displicencia su final. La doctrina de los Testigos ve en la guerra la señal del desorden que pudiera ser el desencadenante de Armagedón y la venida del Reino de Cristo. Los Testigos se veían desilusionados por el hecho de que el mundo parecía estar dando pasos hacia la paz. Comencé a darme cuenta de que 1975 no iba a ser un año diferente a cualesquiera otras fechas anteriores marcadas para ser el día del gran juicio, e intenté convencer a Kim de que aquellas predicciones eran disparatadas. Ella rehusó cuestionar o incluso considerar conmigo la doctrina de los testigos. Una y otra vez me decía que cualesquiera dudas o cuestiones que tuviera las expusiera a los ancianos.
Tres años más tarde decidí abandonar la religión de los Testigos de Jehová. Sabía que ello supondría el fin de mi matrimonio, y sabía que tendría que afrontar lo que ello representaría para mis hijos: Los Testigos de Jehová creen que los niños estarían mejor muertos que a cargo de un familiar incrédulo. Sabiendo cuán fuerte era el sentimiento de Kim hacia su fe, había decidido dejar la educación religiosa de nuestros hijos en sus manos.
Kim decía que encontraría un nuevo padre, alguien que asumiera el modelo espiritual para los niños y que fuera capaz de proporcionarle la vida de familia ideal que siempre deseó.
En mayo de 1980, un mes después de que Kim recibiera la notificación oficial de nuestro divorcio, ella dejó a los niños con su madre, Jackie, y se ausentó un fin de semana de vacaciones en Maui. Estuvo en un pequeño establecimiento con derecho a cama y desayuno en donde varios otros testigos de Jehová hacían vacaciones.
Allí conoció a Jeff Anderson, un testigo cinco años más joven que se presentó a sí mismo. Sin que Kim estuviera al tanto de ello, él acababa de escapar a Maui desde su casa en Texas, en donde era buscado por la policía local por robo. Había escapado con algo más de 300 dólares, una maleta y ropa. Al final de la semana había declarado su amor hacia Kim. Al pedirle una respuesta, ella sonrió nerviosa y dijo: "no sé. Me siento asustada.". Anderson le dijo que le gustaría irse cerca de ella (A Canadá) para continuar su relación. Ella contestó que le gustaría.
Después de un número de llamadas telefónicas de larga distancia y muchas cartas, Anderson abandonó Maui para vivir cerca de Tacoma, Washington, en donde contó a Kim que había obtenido un trabajo "en unos negocios". Los fines de semana había de cruzar la frontera a Canadá para visitar a Kim. En junio de 1981 propuso el matrimonio a Kim y ella aceptó. Poco después se casaron en Texas. Kim se fue a vivir con los niños a Houston.
Rápidamente Kim descubrió que Anderson le había mentido desde el primer momento que se conocieron. Le había hecho entender que llevaba una vida estable, pero su llamada carrera, en la radio, fue algo casual. Le reveló también que carecía de dinero para pagar el billete desde Canada, o el alquiler y depósito de garantía para su nuevo apartamento.
Anderson comenzó a ganar un pequeño sueldo como mecánico en la tienda de sus hermanos, pero no era suficiente para el sostén de dos niños y dos personas adultas. Kim tuvo que retirar dinero de sus escasos ahorros para mantener la familia y eventualmente hubo de echar mano de las cuentas de ahorro de los niños para atender las necesidades.
Kim llegó a estar temerosa por su situación financiera y el cada vez más enrarecido entorno de Anderson. Este insistió en llevar control de todo cuanto hacía la familia: las compras, la limpieza, la vestimenta de los niños, a dónde iban y lo que Kim hacía con su tiempo. Kim sintió una repugnancia hacia el sexo, cosa que también sintió en nuestro anterior matrimonio, pero que ahora se acentuó debido a la creciente crispación y temor ante Anderson. Cuando ella rechazó "el cumplimiento de su deber de esposa", él la amenazó con violencia y la intervención de los ancianos Testigos.
Kim se volvió a Calgary. Aterrorizada por lo que yo pudiera descubrir en ralación a su situación familiar e intentar obtener la custodia de los niños, a nadie habló de sus problemas.
Perplejo por las razones que la hubieran llevado a regresar tan pronto de Houston, la llamé por teléfono. Me dijo que no había razón para que me preocupara. Cuando le mencioné que deseaba visitar a los niños objetó con vehemencia. Dijo tajante que una Atalaya de septiembre de 1981 había puesto de manifiesto una normativa con respecto a la "desasociación" o expulsión de la comunidad. Todos los Testigos de Jehová corrían el riesgo permanente de ser expulsados si se asociaban con un Testigo expulsado o descarriado de alguna manera. Ella trataba de seguir al pie de la letra esa política.
"Pero Juri y Lindsay son pequeños", dije. "No son lo suficientemente adultos como para poder tomar una decisión como esa con respecto a su padre".
Kim replicó lenta y seriamente, "ellos probablemente no quieren tomar esa decisión, pero ellos quieren agradar a Jehová".
Entre tanto Anderson se desplazó en coche a Burnaby, B.C., a donde, a la sazón, Kim se había trasladado, con la determinación de solucionar el asunto de su matrimonio. Sus discusiones se intensificaron a tal grado que los niños llegaron a sentirse emocionalmente perturbados, gritando con frecuencia o enfureciéndose . Incapaz de manejar la situación, Kim se puso en contacto con los ancianos locales. Formuló acusaciones contra Anderson, en la confianza de que lo que ella les contaba llegaría a convencer a los ancianos de la justificación para una separación matrimonial. Al contrario de eso, ellos ordenaron a la pareja a que volvieran a convivir. Kim regresó a casa contrariada y desconcertada.
En julio de 1984, Kim se contactó con un asistente social del Ministerio de Servicios Sociales, quien le aconsejó que de inmediato abandonara a Anderson a fin de proteger a los niños. Anderson se puso en contacto con los ancianos Testigos, quienes ordenaron a Kim que volviera con su marido. Ella rehusó y pudo recobrar la aprobación de la congregación mediante la dedicación de más y más horas como precursora en la predicación de puerta en puerta. Así quedó restaurada su honorabilidad.
Yo hacía frecuentes llamadas telefónicas a Kim solicitándole visitar a los niños, pero, salvo en una ocasión en la que me permitió visitar a Lindsay, siempre recibía la misma respuesta: Los niños deseaban obedecer a Jehová y evitar la asociación con quienes han sido expulsados. Kim se mostraba cortés y amable, pensando que era natural y razonable lo que decía, pero calmadamente me explicaba que no podía esperar ver de nuevo a mis hijos a menos que regresara al redil de los Testigos.
Siendo muy improbable que yo volviera a ser nuevamente Testigo de Jehová, fui aceptando de mala gana el hecho de que, probablemente, no llegaría a tener una relación con ninguno de mis hijos hasta que alcanzaran suficiente madurez como para poder decidir por sí mismos. Sólo me quedaba la esperanza de que no siguieran ciegamente las enseñanzas de los testigos por el resto de sus vidas.
Mi propia vida había tomado un mejor rumbo cuando conocí a Merge Erhart Romanyshyn en 1980. Nos casamos en 1981 en una ceremonio de la Iglesia Unificada. Nuestro matrimonio era estable y placentero.
Con frecuencia mis hijos, físicamente separados de mí, aparecían en mis sueños; a menudo experimenté períodos de intensa tristeza y ansias por ellos. También tuve sentimientos de culpa por haber dejado a mi familia en manos de los Testigos de Jehová. De muchas maneras llegué a sentir que había obtenido mi felicidad personal a expensas de mis hijos y esperaba castigo de Dios por mi egoismo.
En mayo de 1985, observé un pequeño animal muerto en la carretera. Al acercarme vi que se trataba de un pequeño petirrojo ricién atropellado. La vista del cuerpo aplastado me perturbó profundamente y no pude alejar aquella imagen de mi mente. Me dije que me estaba comportando irracionalmente, pero llegué al convencimiento de que aquello era un mal presagio y que algo tenía que hacer con mis hijos. Durante muchos días después estuve preocupado por ellos.
Aunque los sentimientos eventualmente remitieron, continué sintiéndome inquieto y en diversas ocasiones tuve que vencer el impulso de llamar a Kim para ver cómo les iba a los niños.
Entre tanto Jeff Anderson se había mudado a un apartamento sótano por debajo del complejo de apartamentos de Beta Avenue en Burnaby, donde vivía Kim con los niños, y asistía a las reuniones de la misma congregación de los Testigos.
Kim rehusó dar contestación a sus largas y frecuentes cartas, y Juri y Lindsay eventualmente dejaron de reconocerlo en público.
El entorno de Anderson se hizo cada vez más perturbador. Kim se vio obligada a cambiar la cerradura de las puertas y cerrar las ventanas por la noche después de darse cuenta de que Anderson andaba al acecho en más de una ocasión por los alrededores del apartamento. Habiendo tenido noticia de que ella y los niños se tomaban unas vacaciones, pinchó los neumáticos del coche de Kim para evitar que se marcharan.
La madre de Anderson visitó Burnaby a finales de julio con la esperanza de hablarle para que se volviera con ella a Houston, pero él estaba absorto en la idea de regresar con Kim y los niños y rechazó marcharse de Barnaby sin ellos. Su madre le rogó que se olvidara de todo lo referente a Kim, pero fue en vano.
Anderson comenzó a pensar en la compra de un arma esa primavera, pero no estaba familiarizado con las leyes de tenencia de armas del Canadá. Se interesó por un revólver 357 Magnun de un anuncio en el periódico. Se trataba del mismo modelo que había tenido en Houston, pero el propietario rehusó vendérselo sin el Certificado de Adquisición de Armas de fuego. De modo que por 100 dólares logró comprar ilegalmente una escopeta. Después de comprar una caja de veinticinco proyectiles, recortó buena parte del cañón del arma, colocó tres balas en la cámara y la guardó junto a la munición debajo de su cama. Así mismo comenzó a escribir una carta a la madre y al padrastro de Kim.
A finales de julio de 1985, unos dos años después de que visité a Lindsay y tres años después de haber visto a Juri, tuve una serie de sueños aterradores, todos ellos en una misma noche. Estaba tan angustiado que al día siguiente llamé por teléfono a Kim tan pronto como me fue posible para interesarme por los niños.
En su respuesta había un tono de buen humor que hacía tiempo que no lo había oído. Me puso al corriente del progreso escolar de los niños. A Lidsay de ocho años le había ido especialmente bien en sus dos primeros años de enseñanza primaria e iba en camino de graduarse de tercero; Yuri de diez años se iba convirtiendo en un joven responsable, sintiendo predilección por las matemáticas y los programas de televisión que trataban sobre el espacio exterior. Tuve la sensación de que Kim había encontrado estabilidad y había logrado ser feliz después de separarse de Anderson y que estaba afrontando una nueva etapa en su vida. Mis inquietudes se desvanecieron.
Una vez más le pregunté si podía ir a Burnaby para visitar a los niños y, de nuevo, me respondió que los niños no querían desobedecer a Jehová. Ante mi insistencia me propuso que fueran los propios muchachos quienes por teléfono me lo expresaran. Recordando la última vez en que había intentado hablar por teléfono con Juri (una penosa conversación en la que él había apenas pronunció palabra), decliné la propuesta.
Kim pareció complacida con mi cooperación y continuó hablándome de los niños, haciéndome saber una vez más que probablemente ellos se sentirían muy felices de encontrarse conmigo en caso de que llegara a ser de nuevo un testigo de Jehová. En ningún momento de nuestra conversación hizo mención alguna sobre Anderson.
Juri y Lidsay Kostelniuk
con su madre, Kim Anderson, por cortesía de the Vancouver Sun
A primeros de agosto, Jeff Anderson partió de Burnaby en una gira de tres semanas en motocicleta por el sudoeste de los Estados Unidos. Durante su ausencia, su apartamento sótano en 250 Beta Avenue se inundó accidentalmente y una de las mantenedoras del edificio, también testigo de Jehová, descubrió el arma junto con la munición entre las pertenencias de Anderson. Comprensiblemente preocupada, consultó a dos ancianos Testigos de la localidad, quienes se entrevistaron con Anderson cuando éste volvió. Conocedores de que estaba deprimido, le preguntaron sobre lo que pensaba hacer con el arma. Al principio Anderson alegó que lo necesitaba como autodefensa para después confesar que había estado considerando el suicidio. Exigió de forma airada la devolución de lo suyo. Los ancianos se negaron y el arma fue entregada al RCMP el 24 de agosto de 1985.
Ese mismo dia Anderson se fue a comprar a crédito una escopeta semi-automática del calibre del doce, mediante una nueva tarjeta de crédito que acababa de obtener. Una vez más recortó los cañones, compró una caja de munición y cargó la recámara.
Al dia siguiente un policía de la RCMP de Burnaby fue al apartamento de Anderson para inquirir sobre la tenencia del arma. Anderson exhibió un pasaporte de los Estados Unidos y contó al oficial que había venido a Burnaby para reconciliarse con su esposa. Explicó que estaba familiarizado con las armas de fuego por haber sido guarda de seguridad en Texas y que no disponía del obligado Cerrtificado de Adquisición de Armas para la escopeta, porque no se había percibido de que fuera necesario. Preguntado por la razón para recortarle los cañones, respondió que de esa manera facilitaba su manejo. El oficial le explicó que era ilegal recortar los cañones a una escopeta y le dijo que haría indagaciones sobre él en Texas.
El policía no obtuvo información alguna procedente de Texas con respecto a Anderson y, como resultado, no vio necesidad de completar la investigación. Al tiempo de su visita, carecía de noticias relativas a la nueva escopeta que Anderson había adquirido el día anterior, la cual había colocado en un armario junto a la escalera, recién engrasada y puesta a punto en el momento en que el oficial llamaba a la puerta de Anderson.
En la mañana del 29 de agosto de 1985 Anderson terminó de redactar la nota de suicidio que había comenzado al principio de la primavera. La nota iba dirigida a la madre y al padrastro de Kim, Jackie y Norman Cole. En la misma expresaba su pesar por "la cosa terrible que he hecho", lamentándose por el "dolor", la "angustia", la "rabia" y la "frustración" que la "indiferencia" de Kim le había causado, el hecho de que Kim parecía estar "disfrutando de su liberación" y "retregándoselo por el rostro". Terminaba la carta afirmando que no merecía la pena vivir más y "en modo alguno lo deseaba sin Kim".
Al terminar la carta hizo una corta gira en motocicleta. Cuando volvió a su apartamento colocó la escopeta de cañones recortados verticalmente en una gran bolsa de papel de una tienda y cubrió los cañones cocn una funda de trípode. Había tres balas en el arma y el resto de la munición (veintidós balas) en los bolsillos de su chaqueta. Poco después de las once de la mañana telefoneó a Kim.
Cuando Kim atendió al teléfono, él colgó sin decir palabra. Pensando que podría haber sido su madre, Kim telefoneó inmediatamente a Jackie.
Después de colgar el telófono Anderson dejó la carta de suicidio en su apartamento y caminó media manzana hasta el apartamento de Kim en 107-205 Beta Avenue. Al llegar frente a la puerta sacó el arma de la bolsa. Al encontrar la puerta abierta entró al apartamento, cerró sigilosamente la puerta tras sí y avanzó dos o tres pasos por el salón hacia la cocina.
Anderson encontró a Kim en camisón sentada a la mesa de la cocina, hablando por teléfono con su madre. Apoyando el arma a la altura del cuello, la apunto hacia ella y esperó a que ella lo advirtiera. Le pidió que colgara el teléfono y le dijo que necesitaba hablarle. Kim lo observó por un momento y tranquilamente dijo a su madre: "He de dejarte. Hay un arma apuntándome". Jackie preguntó si podía llamar a la policía y Kim le dijo que sí. Kim colgó el teléfono y se levantó.
Momentos después volvió a sonar el teléfono, pero ninguno de ellos se movió para contestar. De pie a la entrada, entre el salón y la cocina, Anderson pidió a Kim que fuera al dormitorio. Creyendo que intentaba forzarla sexualmente, como había hecho antes, ella se negó. "Eso sería violación". Anderson dijo que lo único que quería era hablar. Le advirtió, además, que lo tomara en serio y le preguntó si sabía "lo que una escopeta de cañones recortados podria hacer". Ella movió la cabeza afirmativamente, pero cuando él se le acercó más, ella confiadamente pasó por delante de él, empujando el arma un poco a un lado y diciendo: "No sé con respecto a ti, pero por mi parte voy a preparar la comida de los niños".
Anderson fue en busca de Juri y Lindsay y los encontró juntos en su dormitorio cerca de una ventana, mirando atónitos. El asomó su cabeza a la entrada y dijo: "Chicos, tranquilos, estoy aquí sólo para hablar. Nadie va a salir lastimado". A continuación volvió a la cocina. Kim parecía más preocupada ahora que Anderson había encontrado a los muchachos. "Déjalos", dijo, "y puedes tenerme". Anderson rehusó.
Volvió a sonar el teléfono y atendió Kim. El policía del RCMP, Mel Trekofski, le dijo que llamaba a petición de Jackie Cole. Kim suspiró aliviada y se produjo un diálogo de cuatro minutos en el que Trekofski habló en primer lugar con Kim y después con Anderson.
Kim: "Ah, por favor... Mis hijos están... El va hacia el dormitorio donde están mis hijos con un arma. Espere, por favor."
Trekofski: "De acuerdo, ¿Quién está ahí?, ¿Quién es?"
Kim: "Es Jeff, mi marido".
Trekofsky: "¿Está bebido?"
Kim: "No, está muy sobrio"
Después de algunas otras palabras, Trekofski preguntó: "¿Qué cree que va a hacer?". Kim respondió: "No sé. Ahora mismo está colocando una cadenilla en la puerta". Poco más tarde ella añadió: "Está cerrando las cortinas. No desea que la gente observe". Después Trekofski preguntó: "¿Por qué no quiere hablar conmigo ahora?"
Kim: "¿Por qué no quieres hablar con él, Jeff? [A Trekofski] Me dice que deje el telófono y vaya con él".
Trekofski: ¿"Perdón"?
Kim: "Me ha dicho que deje el telófono y vaya para allá. A dónde no lo sé, si a la habitación de mis hijos o a la mía, y no quiere hablarme. No, parece que no quiere hacerlo, pero tiene una escopeta de cañones recortados".
Trekofsky: "¿De cañones recortados?"
Kim: "Estoy muy preocupada por mis hijos".
Después de posterior diálogo, Anderson se puso finalmente al teléfono. Trekofski se identificó y dijo: "Nos gustaría aclarar las cosas, lo sabes. Nos gustaría ayudar, si se puede".
Anderson: "No creo que pueda. Se ha llegado a una situación límite. Ahora, existe una posibilidad que pensaré mientras usted permanezca ahí. Nosotros dos... Cada cual ve las cosas según le va. Sabemos cómo ocurre. Dejémoslo así durante tres o cuatro horas. Quizá ella llegue a sentir el sufrimiento y la desdicha que siento yo".
Trekofski: "Bien, así no va por el buen camino, Jeff"
Anderson: "Estoy seguro de que ahora se están apostando fuera. Si intervienen, si hacen algo, tendré que herirla. Tendré que dispararle a ella y luego a los niños"
Trekofski: "No haga eso".
Anderson: "Hay la posibilidad de que me pueda hablar de ello si permanece ahí. Me mantendré en contacto con usted a través del teléfono. Permanezca ahí de momento".
A continuación, Anderson colgó el teléfono. Eran las once y dieciséis de la mañana. Para entonces los oficiales de la RCMP habían rodeado la casa. No intentaron entrar debido a la intención de Anderson de disparar contra Kim y los niños, si intentaban intervenir.
En ese preciso momento Anderson entró en el dormitorio de los niños. Kim les había dado instrucciones para que se separaran de la ventana y se sentaran en la litera inferior. Lindsay se sentó en la esquina de la cama junto a la pared y Juri lo hizo a su izquierda. Entre ellos había un juego de cartas sobre la cama. Kim se sentó sobre una caja amarilla crema al final de la cama, cerca de la ventana.
Anderson apuntó el arma a Kim y le dijo que tenían que hablar. La habitación era pequeña y calurosa, y no permitió que Kim o los niños salieran. Durante aproximadamente una hora se dedicó a censurar airadamente el rechazo de Kim. ¿Por qué le era tan indiferente? ¿No se daba ella cuenta que lo estaba pasando mal, cuán deplorable era su situación? ¿No había recibido sus muchos mensajes, sus cartas? Pidió explicación sobre todo lo que siempre había querido saber, asuntos a los que ella no había dado respuesta por carta, por teléfono o en su puerta cuando la había llamado.
Kim se sentó al lado de Anderson con preocupación y temor en sus ojos. Se sentó inclinada hacia delante con sus manos juntas, apoyando en ocasiones su barbilla en sus palmas. A medida que Anderson hablaba, ella ocasionalmente volvía la cabeza y le echaba una ojeada fugaz.
El le preguntó si ella se daba cuenta de que él había intentado llevar el asunto según "la manera de Jehová". Dijo que había intentado vivir de acuerdo el patrón de ella, conforme a las normas de los Testigos. ¿Por qué estaba ella prolongando la separación? ¿No se daba cuenta cuán desgraciados eran todos? Parecía que su matrimonio permanecería para siempre en el limbo. ¿Nunca se había planteado volver con él?
Kim mencionó algo respecto a haber fracasado en dos matrimonios y que se acababa para ella el matrimonio completamente. Intentó distraerlo preguntándole otras cosas, principalmente con respecto a sus vacaciones en motocicleta. Los niños comenzaron a quejarse de que "tenían hambre y estaban cansados". En un momento determinado preguntaron a Anderson si les iba a disparar, a lo que éste replicó: "No, os quiero demasiado".
Anderson explicó a Kim cuánto la amaba, cuánto quería a los niños, cómo había deseado que volvieran a estar juntos de nueva ella, los niños y él.
Anderson se preguntaba en voz alta si siempre había estado un poco chiflado. Pensaba que tal vez la situación por resolver entre ellos había hecho aflorar su estupidez. Pidió excusas por lo que iba a hacer, diciendo a ella que había esperado tener suficiente coraje para dispararse después. Dijo a Kim que temía, si no lo hacía así, que el castigo fuera peor, la vida en la prisión en donde un hombre podría ser violado y apuñalado.
Anderson: "Lo siento. He de hacer eso".
Kim: "Tú no tienes por qué hacer eso".
Anderson: "No, he de hacerlo. Lo siento, soy un hombre enfermo".
Kim: "No, no estás enfermo. Puedes obtener ayuda".
Preguntó a Kim si ella le había amado alguna vez y ella le dijo que no le había querido desde que le abandonó en Houston. El le preguntó por qué ella no le amaba ahora, por qué había dejado de quererle. Las últimas palabras de Kim fueron: "No lo sé".
Anderson pidió a Kim un último abrazo. Cuando ella lo rechazó, él comenzó a disparar.
¿Por qué Jeff Anderson mató a Kim y a mis hijos? ¿Por qué fracasé en evitarlo? ¿Por qué permitió Dios que murieran?
Después de los asesinatos, mi vida se vio afectada por estas tres cuestiones. No importa las veces que me dijera que nunca podría obtener una respuesta. Continuamente estas cuestiones iban y venían en mi subconsciente como una machacona cantinela. Desesperado volví a la visita del sicoterapeuta. Repetidamente solicité la opinión de mi terapeuta sobre la mente y las motivaciones de Anderson. Semana tras semana el terapeuta me informaba de que probablemente Anderson padecía un trastorno de personalidad y resultaba imposible la interpretación sobre un acto irracional. Amablemente siempre me llevaba al mismo punto: "Anderson no es su problema, Jim".
Unos meses después de la muerte de mis hijos tuve un sueño extraordinario. Juri, Lindsay y yo estábamos en una extensa piscina cubierta. El agua era azul brillante en la superficie y más oscura hacia el fondo. Juri se sumergió hasta el fondo, desapareciendo por largo rato. Al salir a la superficie vino caminando hacia mí, ofreciéndome joyas relucientes recogidas del fondo de la piscina.
Por vez primera comencé a creer que mis hijos se encontraban a salvo en otra dimensión. Empecé a sentir el hálito curativo del soplo de Dios sobre mí.
Un día de aquel verano Marge se sentó en nuestro balcón con una bebida fría en la mano, gimiendo silenciosamente. Aquello me hizo ver hasta qué grado había llevado ella su propio dolor el pasado año a fin de mostrarse fuerte. "Lo siento", dije, tratando interiormente de mostrarme como fuerte soporte para ella, al igual que ella lo había sido para mí. Dí gracias a Dios por proporcionarme una mujer tan extraordinaria.
El 29 de agosto de 1986, en el primer aniversario de la muerte de los niños, Marge y yo visitamos su tumba. La habíamos visitado muchas veces antes en primavera y verano y, en cada ocasión, Marge había cortado cuidadosamente la hierba que la cubría. Al observar con cuánta uniformidad cortaba cada brizna, frunciendo el entrecejo, le pregunté por qué siempre hacía esa tarea tan concienzudamente.
Ella se puso en cuclillas y me miró: "Es cuanto puedo hacer por ellos ahora", dijo.
Jeffery Lynn Anderson fue condenado a tres sentencias de cadena perpetua por asesinato en primer grado. Actualmente cumple condena en la prisión B.C. y no podrá gozar de libertad condicional hasta el 2011. Sin embargo, el 29 de agosto de 2000 pudo solicitar reducción de ese tiempo bajo Bill C-45, una cláusula con escasa posibilidad.
James y Marge Kostelniuk fundaron en 1988 el grupo de apoyo a los Familiares Supervivientes de Homicidio. James Kostelniuk y Jeffery Anderson mantuvieron correspondencia durante cinco años, hasta que Kostelniuk descubrió que Anderson había revelado a un criminalista de Vancouver que él había estado abusando sexualmente de uno de los hijos de Kostelniuk. Posteriormente Anderson lo negó, alegando que cuaalesquiera comentarios que hubiera hecho fueron debidos a presión y manipulación.
El libro de Kostelniuk, del que se ha extraido este artículo, se titula Lobos entre Ovejas: La Verdadera Historia de Crimen en la Comunidad de los Testigos de Jehová.
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Terrible lo ocurrido en las sectas protestantes finalmente dañan sicologicamente la mente de cada uno que se extravia y termina realmente alejandose de Dios
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