Condénanse muchos por callar pecados en confesión


CONDÉNANSE MUCHOS POR CALLAR PECADOS EN CONFESIÓN
(Una lectura impresionante e imprescindible)
Por Padre Juan Eusebio Nieremberg S.J 

Por esto el enemigo común (el demonio) procura poner gran dificultad en la confesión de los pecados, y se ha visto estar ahogando a los penitentes para que no lo pronuncien, en lo cual anda muy solícito, como fue revelado a un santo Padre, que le vió andar muy orgulloso por los confesonarios, y preguntando qué hacía, dijo que restituía lo que había quitado. Quito a los hombres, dice, la vergüenza al tiempo de pecar, para que pequen con mayor desenvoltura, y la restituyo al tiempo de confesar, porque callen alguna culpa, y queden todas sin perdón. 

Estando el apostólico Padre Juan Ramírez, de nuestra Compañía, y discípulo del venerable Padre Juan de Ávila, confesando a una señora enferma, de muy buena fama, vió su compañero que, de cuando en cuando, del rincón de junto a la cama salía una mano grande, negra y peluda y con grandes uñas, la cual llegaba a la garganta de la señora, y se la apretaba como que la quería ahogar, y que esto sucedió algunas veces. 

Avisado por esto el Padre, que volviese a la casa de aquella mujer, la halló ya muerta. Venido al colegio se puso a encomendar a Dios a la difunta. Al cabo de una hora oyó grandes gemidos y ruido de cadenas, y abriendo los ojos la vió delante, de pies a cabeza rodeada de llamas de fuego azul, declarándole cómo, aunque aquella mañana se había confesado, estaba en los infiernos porque, dice, no confesé bien ni enteramente; y Dios me manda que para confusión mía, y escarmiento de otros, te diga mis pecados. 

Sabe que en vida de mi madre, viví bien; muerta ella, como quedé sola y hermosa, se aficionó de mí un mancebo, y tanto me molestó, que di lugar a que hiciese su gusto. Después viéndome echada a perder, quisiera casarme; mas no me atreví, ni tampoco tuve ánimo para confesar mi pecado, por no perder la opinión y buen crédito con mi confesor; y por lo mismo no me quise confesar con otro, ni quise tampoco dejar las confesiones y comuniones que tenía de costumbre. 

Proseguí en esto tres años, añadiendo pecados a pecados y sacrilegios a sacrilegios. Quiso el Señor que me volviera a Él y abriese los ojos, y te envió a tí a esta ciudad. Oía tus sermones, y todos ellos clamaban y herían mi corazón, como si a mí solamente los enderezaras. Volvíame a mi casa, encerrábame en un rincón, y allí me hartaba de llorar y me decía a mí misma: ¿Es posible que tú te quieras condenar y padecer para siempre eternos tormentos? ¡Cómo! ¿No tuviste vergüenza de cometer el pecado, y la has de tener para confesarle? ¿No temiste perderte, y temes el remediarte? ¿Qué te ha de hacer el confesor? ¿Ha de matarte? ¿Ha de descubrirte? No. ¿Pues qué temes? Si tienes empacho de uno, busca otro. ¡Cómo! ¿Y has de permitir que se pierdan los consejos saludables de tu buena madre, y la sangre de aquel Señor que la derramó para lavar las manchas de tus pecados? ¡Cómo! ¡Qué en espacio de media hora puedes, si quieres, salir de estas congojas y del infierno, donde estás sumergida, y que no quieras! ¡Ah triste suerte! 

De esta manera lamentaba y lloraba mi miseria, pero al fin sin remedio, porque no acababa de resolverme; y de esta suerte andaba batallando conmigo misma muchas veces, ya acometiendo, ya retirándome, hasta que un día fue tanta la Fuerza que en sermón tuyo, ¡Ho Padre!, hizo a mi corazón, que determiné de confesarme contigo; y porque no se notase ni reparase que mudaba confesor, y se sospechase algo de mí, estando buena y sana me fingí enferma, me eché en la cama, y te envié a llamar. Venido, ya te acuerdas, comencé por pecados ligeros, dejando los graves para la postre. ¡Oh, sí por ellos hubiera comenzado! Mas no lo hice, por vergüenza, y ésta fue creciendo tanto, que me hacía llorar, y al fin me resolví de no descubrir mis llagas al que las había de curar, diciéndome el demonio: Qué harto más perdería con un hombre como tú que con cualquiera otro, y que buena estaba entonces, que después cuando enfermase lo confesaría todo. Creyendo, pues; más al demonio que a Dios, acabé mi confesión sin manifestarte mis mortales heridas. Absolvísteme, o por mejor decir, condenásteme. Apenas habías salido de mi casa, cuando a mí se me quitó el habla, y tras ella el sentido, y últimamente la vida, y con ella la esperanza de salvarme, y de salir del infierno, a que estoy para siempre condenada. 

Díjole el Padre: Yo te ruego que me digas, qué es ahora lo que más te aflige y acongoja. El ver, dijo, que pude con tanta facilidad librarme de estos tormentos, y no me libré, el ver que me pude confesar y no me confesé; el ver que Dios te trajo de tan lejanas tierras para mi remedio, y me quedé sin él, y que teniéndote a mi cabecera para mi salvación, has sido causa de mi mayor condenación, Esto es, Padre, lo que más me aflige, y me causa trasudores eternos. Y diciendo esto, y dando horribles gemidos, y juntamente haciendo mucho ruido con las cadenas, desapareció. 

Otro caso escribe Juan Heroldo, que estando un fraile de San Francisco confesando a otra mujer, vio el compañero, que a cada palabra que decía le salía un escuerzo o sapo por la boca, y yendo a salir una siempre muy grande se tornó a entrar, y luego todos los demás escuerzos que habían salido. Avisado después de esto el confesor tornó a su casa, mas hallóla ya muerta, y encomendándola a nuestro Señor, se le apareció llena de fuego y tormentos infernales, declarándole cómo por haber callado un pecado no se le perdonó ninguno, y era condenada al infierno. 

“DIFERENCIA ENTRE LO TEMPORAL Y LO ETERNO” 

AÑO 1898 

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