SAN JOSÉ GABRIEL DEL ROSARIO BROCHERO, RUEGA POR NOSOTROS
16 marzo
José Gabriel del Rosario Brochero, más conocido como el cura Brochero, nació el 16 de marzo de 1840 en Villa de Santa Rosa, al norte de la provincia de Córdoba (Argentina). Sus padres fueron doña Petrona Dávila y don Ignacio Brochero y él era el cuarto de diez hermanos, que vivían de las labores rurales de su padre. Formaban una familia de profunda vida cristiana y dos de sus hermanas fueron religiosas. Fue bautizado al día siguiente de nacer en la parroquia de Santa Rosa.
A los 16 años, el 5 de marzo de 1856, José Gabriel ingresó en el seminario “Nuestra Señora de Loreto” en la ciudad de Córdoba. Por aquel tiempo los seminaristas estudiaban en el Seminario latín y otras disciplinas eclesiásticas, pero las demás asignaturas debían cursarlas en las aulas de la Universidad de Trejo y Sanabria. Es en esa casa de estudios donde tendrá por camaradas y conquistará su indeclinable amistad a personas luego destacadas como el doctor Ramón Cárcano, gobernador de Córdoba y primer biógrafo del famoso sacerdote.
Durante sus años de seminarista en Córdoba, José Gabriel conoció la Casa de Ejercicios que dirigían los Padres de la compañía de Jesús. Experimentó personalmente la eficacia de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio y colaboró eficazmente con los sacerdotes que los dirigen. Así muy pronto, con la autorización de sus superiores y muy de su agrado fue “doctrinero” y “lector” durante los Ejercicios, es decir, el brazo derecho del sacerdote responsable de los mismos, labor que realizó, según lo que dijeron los que le conocieron entonces, con habilidad y dedicación.
El 4 de noviembre de 1866 el obispo de Córdoba le confirió el presbiterado, tras lo cual los tres primeros años de su sacerdocio los transcurrió en la ciudad de Córdoba, desempeñándose como coadjutor de la iglesia catedral. A fines de 1867 despuntaba en Córdoba el primer brote del cólera que segó más de 4.000 vidas en poco tiempo, fueron días de terrible aflicción, de pánico y mortandad nunca vistos en la capital y en toda la provincia. Esta dura ocasión puso a prueba el celo del joven sacerdote que se prodigó enteramente, jugándose sin miramientos la salud y la vida en favor de sus prójimos. Un testigo de aquellos momentos lo explicó después: “Brochero abandonó el hogar donde apenas había entrado para dedicarse al servicio de la humanidad doliente y en la población y en la campaña se le veía correr de enfermo en enfermo, ofreciendo al moribundo el religioso consuelo, recogiendo su última palabra y cubriendo la miseria de los deudos. Este ha sido uno de los períodos más ejemplares, más peligrosos, más fatigantes y heroicos de su vida”.
El 18 de noviembre de 1869, don José Gabriel fue asignado al departamento de San Alberto, al otro lado de las Sierras Grandes. San Pedro era la cabecera del departamento y allí llegó el joven sacerdote, después de tres días de viaje en mula a través de las sierras; pero después de un tiempo y por voluntad personal, se radicó definitivamente en la Villa del Tránsito, llamada hoy Villa Cura Brochero en su honor. Su parroquia era inmensa, tenía una extensión de 4.336 kilómetros cuadrados, con más de 10.000 habitantes que vivían en lugares distantes sin caminos y sin escuelas, incomunicados por las Sierras Grandes de más de 2.000 metros de altura. El estado moral y la indigencia material de aquellas gentes no desanimó al corazón apostólico de don José Gabriel, sino que desde ese momento, dedicó su vida entera no solo a llevarles el Evangelio, sino a educarles y promocionarles.
Pronto había recorrido en mula toda su parroquia, y empezaba a conocer a sus feligreses, muchos de ellos primera vez en su vida veían un hombre de sotana. Los visitaba para saber sus necesidades y los invitaba a ir los domingos a la misa, donde él les hablaba con lenguaje pintoresco y transparente. Muchos accedían y consentían en cubrir la distancia de ocho, diez, quince leguas, que los separaba de San Pedro. El joven cura iba ganándolos, y no tardó en ver que su capilla era muy pequeña para la concurrencia de los domingos; y se puso a la obra de construir una verdadera iglesia, cosa que hizo con la sola ayuda de la gente.
Al año siguiente de llegar, comenzó a llevar a hombres y mujeres a Córdoba, para hacer los Ejercicios Espirituales. Recorrer los 200 kilómetros requería tres días a lomo de mula, en caravanas que muchas veces superaban las quinientas personas y más de una vez fueron sorprendidos por fuertes tormentas de nieve. Al regresar, tras nueve días de silencio, oración y penitencia sus feligreses iban cambiando de vida, siguiendo el Evangelio y buscando el desarrollo económico de la zona.
En 1875, con la ayuda de sus feligreses, comenzó la construcción de la Casa de Ejercicios de la entonces Villa del Transito. Fue inaugurada en 1877 con tandas que superaron las 700 personas, pasando por la misma, durante su ministerio parroquial más de 40.000 personas. El último día de los ejercicios el cura los despedía con una carne con cuero y las siguientes palabras: “Bueno; vayan no más, y guárdense de ofender a Dios volviendo a las andadas. Ya el cura ha hecho lo que estaba de su parte para que se salven, si quieren. Pero si alguno se empeña en condenarse, que se lo lleven mil diablos…”.
Formando cuadro con ella edificó otra casa para colegio de niñas, y trajo de Córdoba a las religiosas Esclavas del Corazón de Jesús, a quienes encomendó el cuidado de ambas. La fama del Colegio y de la Casa de Ejercicios se difundió por toda la región y acudieron colegiales y ejercitantes de los más remotos lugares de la provincia de Córdoba y aun de la de San Luis y de La Rioja. Y aunque no es correcto recordar a un sacerdote por las obras externas que hizo, pues la intensidad del amor y la fecundidad apostólica no siempre están en lo que se puede ver y medir, en el caso de este santo sacerdote no podemos olvidar otras muchas obras que hizo en bien de la Iglesia y de los pobres, como acequias, puentes, tomas de agua para regadío, diques, etc.; solicitó ante las autoridades y obtuvo mensajerías, oficinas de correo y estafetas telegráficas; proyectó el ramal ferroviario que atravesaría el Valle de Traslasierra uniendo Villa Dolores y Soto para sacar a sus queridos serranos de la pobreza en que se encontraban. Con sus feligreses construyó más de 200 kilómetros de caminos y varias iglesias, fundó pueblos y se preocupó por la educación de todos. Predicó el Evangelio asumiendo el lenguaje de sus feligreses para hacerlo comprensible a sus oyentes. Celebró los sacramentos, llevando siempre lo necesario para la Misa en los lomos de su mula. Ningún enfermo quedaba sin los sacramentos, para lo cual ni la lluvia ni el frío lo detenían, “ya el diablo me va a robar un alma”, decía con ironía. También decía: “El sacerdote que no tiene mucha lástima de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego.” Se entregó por entero a todos, especialmente a los pobres y alejados, a quienes buscó solícitamente para acercarlos a Dios.
Después de treinta años de párroco en las sierras, el obispo de Córdoba, Fray Reginaldo Toro, nombró a Brochero canónigo de la iglesia catedral para que disfrutase de un necesario descanso y repusiese su quebrantada salud. El 12 de agosto de 1898 prestó juramento como canónigo, pero la canonjía le duró poco pues el 1 de septiembre de 1902 renunció a ella para hacerse nuevamente cargo de su querida parroquia. Salvo los tres años en los que se desempeñó como canónigo de la catedral de Córdoba, don José Gabriel vivió siempre en su curato serrano: Más de cuarenta años predicando el Evangelio con la palabra y el ejemplo y contribuyendo como ningún otro al progreso de aquella zona aislada y preterida.
Un testigo de su proceso de canonización declaró: “Su palabra era directa y sencilla. Todos lo entendían y gustaban de ella, era Brochero un paisano mas entre los paisanos, sombrero negro de anchas alas cigarrito entre los labios, infatigable caballero en mula, recorría de día y de noche su curato. Todos lo conocían como él conocía a todos, y aunque el tiempo le era breve para ‘desgranar rosarios’ -como gustaba decir- siempre encontraba el necesario para hacer un alto en el camino”. Sus cualidades eran las del criollo: trabajador, austero e ingenioso, y como buen criollo, también tenía sus defectos: pícaro, que no es lo mismo que avivado y mal hablado. En una oportunidad, predicando en la ciudad de Córdoba ante un público distinguido dijo con su modo más típico: “Ustedes están acostumbrados a los ricos dulces -se refería a los sermones de los otros sacerdotes-, pero yo les voy a dar ahora puchero a la criolla, que, aunque es un plato poco delicado, es más sustancioso”.
Se expresaba sin rodeos, con franqueza llana, a la gente de la tierra le hablaba con figuras de la tierra, sin rodeos ni usar con palabras difíciles. Durante sus cabalgatas y viajes se entregaba también a la oración silenciosa y continua de donde más tarde brotaría su predicación. Sus ratos largos orando delante de la Eucaristía como así también su amor y devoción a la Santísima Virgen María, le dieron esa profundidad que es propia de la palabra que brota de la contemplación y luego se expande en la acción apostólica.
Conoció también el dolor de las pruebas en su intensa vida apostólica: críticas e incomprensiones de algunos sacerdotes, religiosas y fieles; indolencia de algunos gobernantes ante sus peticiones de colaboración, particularmente su sueño irrealizado del ferrocarril, y finalmente su lepra y su soledad, en las que descubrió de manera impensada la fecundidad de su entrega como sacerdote. El 2 de febrero de 1908, casi ciego y sordo, achacoso y con el terrible mal de la lepra a flor de carne, renunció a su parroquia, imposibilitado de atenderla. Con admirable resignación abrazó la pesada cruz con que Dios quiso probar su trabajosa ancianidad y sus últimos años fueron cátedra elocuente de profunda virtud. En aquellos duros momentos, refiriéndose a su ceguera, dijo: “Yo estoy muy conforme con lo que Dios ha hecho conmigo relativamente a la vista y le doy muchas gracias por ello. Cuando yo pude servir a la humanidad me conservó íntegros y robustos mis sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del cuerpo. Es un grandísimo favor el que me ha hecho Dios nuestro Señor en desocuparme por completo de la vida activa y dejarme la ocupación de buscar mi fin y de orar por los hombres pasados, por los presentes y por los que han de venir hasta el fin del mundo.” Entregó piadosamente su alma el 26 de enero de 1914 en su Villa del Tránsito. Sus restos, por deseo suyo, descansan en la capilla de la Casa de Ejercicios, quiso yacer allí para que los ejercitantes rogaran por él. Allí estuvo hasta el 1994, cuando fue trasladado hasta la catedral de Córdoba. En la losa, blanca y simple, que perpetúa su nombre, se encuentra esta breve inscripción, síntesis de su vida y de su obra: “Perseverans atque victor”
La mañana en que murió, la gente se acercó silenciosa al funeral y repartía en murmullos su vida de entrega. La prensa, que casi nunca se había fijado en él, se deshizo en elogios: “Es sabido que el Cura Brochero contrajo la enfermedad que lo ha llevado a la tumba, porque visitaba y hasta abrazaba a un leproso abandonado por ahí”. San Juan Pablo II, cuando se le explicó quién era este gran sacerdote, acertó en decir: “Entonces el Cura Brochero, sería el Cura de Ars de la Argentina”.
Su cuerpo se encuentra incorrupto
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16 marzo
José Gabriel del Rosario Brochero, más conocido como el cura Brochero, nació el 16 de marzo de 1840 en Villa de Santa Rosa, al norte de la provincia de Córdoba (Argentina). Sus padres fueron doña Petrona Dávila y don Ignacio Brochero y él era el cuarto de diez hermanos, que vivían de las labores rurales de su padre. Formaban una familia de profunda vida cristiana y dos de sus hermanas fueron religiosas. Fue bautizado al día siguiente de nacer en la parroquia de Santa Rosa.
A los 16 años, el 5 de marzo de 1856, José Gabriel ingresó en el seminario “Nuestra Señora de Loreto” en la ciudad de Córdoba. Por aquel tiempo los seminaristas estudiaban en el Seminario latín y otras disciplinas eclesiásticas, pero las demás asignaturas debían cursarlas en las aulas de la Universidad de Trejo y Sanabria. Es en esa casa de estudios donde tendrá por camaradas y conquistará su indeclinable amistad a personas luego destacadas como el doctor Ramón Cárcano, gobernador de Córdoba y primer biógrafo del famoso sacerdote.
Durante sus años de seminarista en Córdoba, José Gabriel conoció la Casa de Ejercicios que dirigían los Padres de la compañía de Jesús. Experimentó personalmente la eficacia de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio y colaboró eficazmente con los sacerdotes que los dirigen. Así muy pronto, con la autorización de sus superiores y muy de su agrado fue “doctrinero” y “lector” durante los Ejercicios, es decir, el brazo derecho del sacerdote responsable de los mismos, labor que realizó, según lo que dijeron los que le conocieron entonces, con habilidad y dedicación.
El 4 de noviembre de 1866 el obispo de Córdoba le confirió el presbiterado, tras lo cual los tres primeros años de su sacerdocio los transcurrió en la ciudad de Córdoba, desempeñándose como coadjutor de la iglesia catedral. A fines de 1867 despuntaba en Córdoba el primer brote del cólera que segó más de 4.000 vidas en poco tiempo, fueron días de terrible aflicción, de pánico y mortandad nunca vistos en la capital y en toda la provincia. Esta dura ocasión puso a prueba el celo del joven sacerdote que se prodigó enteramente, jugándose sin miramientos la salud y la vida en favor de sus prójimos. Un testigo de aquellos momentos lo explicó después: “Brochero abandonó el hogar donde apenas había entrado para dedicarse al servicio de la humanidad doliente y en la población y en la campaña se le veía correr de enfermo en enfermo, ofreciendo al moribundo el religioso consuelo, recogiendo su última palabra y cubriendo la miseria de los deudos. Este ha sido uno de los períodos más ejemplares, más peligrosos, más fatigantes y heroicos de su vida”.
El 18 de noviembre de 1869, don José Gabriel fue asignado al departamento de San Alberto, al otro lado de las Sierras Grandes. San Pedro era la cabecera del departamento y allí llegó el joven sacerdote, después de tres días de viaje en mula a través de las sierras; pero después de un tiempo y por voluntad personal, se radicó definitivamente en la Villa del Tránsito, llamada hoy Villa Cura Brochero en su honor. Su parroquia era inmensa, tenía una extensión de 4.336 kilómetros cuadrados, con más de 10.000 habitantes que vivían en lugares distantes sin caminos y sin escuelas, incomunicados por las Sierras Grandes de más de 2.000 metros de altura. El estado moral y la indigencia material de aquellas gentes no desanimó al corazón apostólico de don José Gabriel, sino que desde ese momento, dedicó su vida entera no solo a llevarles el Evangelio, sino a educarles y promocionarles.
Pronto había recorrido en mula toda su parroquia, y empezaba a conocer a sus feligreses, muchos de ellos primera vez en su vida veían un hombre de sotana. Los visitaba para saber sus necesidades y los invitaba a ir los domingos a la misa, donde él les hablaba con lenguaje pintoresco y transparente. Muchos accedían y consentían en cubrir la distancia de ocho, diez, quince leguas, que los separaba de San Pedro. El joven cura iba ganándolos, y no tardó en ver que su capilla era muy pequeña para la concurrencia de los domingos; y se puso a la obra de construir una verdadera iglesia, cosa que hizo con la sola ayuda de la gente.
Al año siguiente de llegar, comenzó a llevar a hombres y mujeres a Córdoba, para hacer los Ejercicios Espirituales. Recorrer los 200 kilómetros requería tres días a lomo de mula, en caravanas que muchas veces superaban las quinientas personas y más de una vez fueron sorprendidos por fuertes tormentas de nieve. Al regresar, tras nueve días de silencio, oración y penitencia sus feligreses iban cambiando de vida, siguiendo el Evangelio y buscando el desarrollo económico de la zona.
En 1875, con la ayuda de sus feligreses, comenzó la construcción de la Casa de Ejercicios de la entonces Villa del Transito. Fue inaugurada en 1877 con tandas que superaron las 700 personas, pasando por la misma, durante su ministerio parroquial más de 40.000 personas. El último día de los ejercicios el cura los despedía con una carne con cuero y las siguientes palabras: “Bueno; vayan no más, y guárdense de ofender a Dios volviendo a las andadas. Ya el cura ha hecho lo que estaba de su parte para que se salven, si quieren. Pero si alguno se empeña en condenarse, que se lo lleven mil diablos…”.
Formando cuadro con ella edificó otra casa para colegio de niñas, y trajo de Córdoba a las religiosas Esclavas del Corazón de Jesús, a quienes encomendó el cuidado de ambas. La fama del Colegio y de la Casa de Ejercicios se difundió por toda la región y acudieron colegiales y ejercitantes de los más remotos lugares de la provincia de Córdoba y aun de la de San Luis y de La Rioja. Y aunque no es correcto recordar a un sacerdote por las obras externas que hizo, pues la intensidad del amor y la fecundidad apostólica no siempre están en lo que se puede ver y medir, en el caso de este santo sacerdote no podemos olvidar otras muchas obras que hizo en bien de la Iglesia y de los pobres, como acequias, puentes, tomas de agua para regadío, diques, etc.; solicitó ante las autoridades y obtuvo mensajerías, oficinas de correo y estafetas telegráficas; proyectó el ramal ferroviario que atravesaría el Valle de Traslasierra uniendo Villa Dolores y Soto para sacar a sus queridos serranos de la pobreza en que se encontraban. Con sus feligreses construyó más de 200 kilómetros de caminos y varias iglesias, fundó pueblos y se preocupó por la educación de todos. Predicó el Evangelio asumiendo el lenguaje de sus feligreses para hacerlo comprensible a sus oyentes. Celebró los sacramentos, llevando siempre lo necesario para la Misa en los lomos de su mula. Ningún enfermo quedaba sin los sacramentos, para lo cual ni la lluvia ni el frío lo detenían, “ya el diablo me va a robar un alma”, decía con ironía. También decía: “El sacerdote que no tiene mucha lástima de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego.” Se entregó por entero a todos, especialmente a los pobres y alejados, a quienes buscó solícitamente para acercarlos a Dios.
Después de treinta años de párroco en las sierras, el obispo de Córdoba, Fray Reginaldo Toro, nombró a Brochero canónigo de la iglesia catedral para que disfrutase de un necesario descanso y repusiese su quebrantada salud. El 12 de agosto de 1898 prestó juramento como canónigo, pero la canonjía le duró poco pues el 1 de septiembre de 1902 renunció a ella para hacerse nuevamente cargo de su querida parroquia. Salvo los tres años en los que se desempeñó como canónigo de la catedral de Córdoba, don José Gabriel vivió siempre en su curato serrano: Más de cuarenta años predicando el Evangelio con la palabra y el ejemplo y contribuyendo como ningún otro al progreso de aquella zona aislada y preterida.
Un testigo de su proceso de canonización declaró: “Su palabra era directa y sencilla. Todos lo entendían y gustaban de ella, era Brochero un paisano mas entre los paisanos, sombrero negro de anchas alas cigarrito entre los labios, infatigable caballero en mula, recorría de día y de noche su curato. Todos lo conocían como él conocía a todos, y aunque el tiempo le era breve para ‘desgranar rosarios’ -como gustaba decir- siempre encontraba el necesario para hacer un alto en el camino”. Sus cualidades eran las del criollo: trabajador, austero e ingenioso, y como buen criollo, también tenía sus defectos: pícaro, que no es lo mismo que avivado y mal hablado. En una oportunidad, predicando en la ciudad de Córdoba ante un público distinguido dijo con su modo más típico: “Ustedes están acostumbrados a los ricos dulces -se refería a los sermones de los otros sacerdotes-, pero yo les voy a dar ahora puchero a la criolla, que, aunque es un plato poco delicado, es más sustancioso”.
Se expresaba sin rodeos, con franqueza llana, a la gente de la tierra le hablaba con figuras de la tierra, sin rodeos ni usar con palabras difíciles. Durante sus cabalgatas y viajes se entregaba también a la oración silenciosa y continua de donde más tarde brotaría su predicación. Sus ratos largos orando delante de la Eucaristía como así también su amor y devoción a la Santísima Virgen María, le dieron esa profundidad que es propia de la palabra que brota de la contemplación y luego se expande en la acción apostólica.
Conoció también el dolor de las pruebas en su intensa vida apostólica: críticas e incomprensiones de algunos sacerdotes, religiosas y fieles; indolencia de algunos gobernantes ante sus peticiones de colaboración, particularmente su sueño irrealizado del ferrocarril, y finalmente su lepra y su soledad, en las que descubrió de manera impensada la fecundidad de su entrega como sacerdote. El 2 de febrero de 1908, casi ciego y sordo, achacoso y con el terrible mal de la lepra a flor de carne, renunció a su parroquia, imposibilitado de atenderla. Con admirable resignación abrazó la pesada cruz con que Dios quiso probar su trabajosa ancianidad y sus últimos años fueron cátedra elocuente de profunda virtud. En aquellos duros momentos, refiriéndose a su ceguera, dijo: “Yo estoy muy conforme con lo que Dios ha hecho conmigo relativamente a la vista y le doy muchas gracias por ello. Cuando yo pude servir a la humanidad me conservó íntegros y robustos mis sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del cuerpo. Es un grandísimo favor el que me ha hecho Dios nuestro Señor en desocuparme por completo de la vida activa y dejarme la ocupación de buscar mi fin y de orar por los hombres pasados, por los presentes y por los que han de venir hasta el fin del mundo.” Entregó piadosamente su alma el 26 de enero de 1914 en su Villa del Tránsito. Sus restos, por deseo suyo, descansan en la capilla de la Casa de Ejercicios, quiso yacer allí para que los ejercitantes rogaran por él. Allí estuvo hasta el 1994, cuando fue trasladado hasta la catedral de Córdoba. En la losa, blanca y simple, que perpetúa su nombre, se encuentra esta breve inscripción, síntesis de su vida y de su obra: “Perseverans atque victor”
La mañana en que murió, la gente se acercó silenciosa al funeral y repartía en murmullos su vida de entrega. La prensa, que casi nunca se había fijado en él, se deshizo en elogios: “Es sabido que el Cura Brochero contrajo la enfermedad que lo ha llevado a la tumba, porque visitaba y hasta abrazaba a un leproso abandonado por ahí”. San Juan Pablo II, cuando se le explicó quién era este gran sacerdote, acertó en decir: “Entonces el Cura Brochero, sería el Cura de Ars de la Argentina”.
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