San Martín de Braga


SAN MARTÍN DE BRAGA , RUEGA POR NOSOTROS
20 de marzo

Fueron en España San Leandro y San Martín los catequistas de los pueblos germánicos y los reorganizadores de la nueva sociedad. Uno y otro destruyen para siempre el arrianismo en nuestra patria. La actividad de San Leandro se desarrolla entre los visigodos; Martín despliega su influencia en el reino suevo que ocupaba la parte occidental de la Península. San Isidoro le llama el institutor de la fe y de la sagrada religión en Galicia; los modernos le dan el título de apóstol de los suevos. Este pueblo había sido, desde su entrada en España, un verdadero aventurero en materias religiosas. Pagano en el momento de la invasión, es gobernado luego por príncipes católicos. A fines del siglo V se convierte en masa a la herejía de Arrio, y la defiende con intolerancia. A mediados del siglo VI abraza de nuevo la verdadera fe, instruido por un misionero que venía de tierras lejanas. Se llamaba Martín.

Nacido en Panonia, como Martín de Tours, este hombre providencial había recorrido muchos caminos antes de llegar a las costas gallegas. De las riberas del Danubio había salido para Tierra Santa, donde trató a los famosos solitarios del Oriente; de Tierra Santa pasó o Roma, deseoso de conocer el centro de la cristiandad; atraviesa luego los Alpes y viaja por Francia, visitando los santuarios famosos y buscando a los hombres ilustres por su virtud y su saber. En Arles se hace amigo del poeta Venancio Fortunato y de la reina Santa Radegundis; en Tours se encuentra con los enviados del rey de los suevos que han ido a buscar una reliquia para curar al príncipe heredero. Le hablan de un rey anciano que está dispuesto a abjurar la herejía si se obra el milagro, de un pueblo numeroso acostumbrado a adorar lo que adoran los que le mandan, de un nuevo reino conquistado al imperio de Cristo. Es una perspectiva tentadora para un espíritu aventurero, codicioso de ganar almas en las regiones donde está el fin de la tierra. Empujado por la fe, Martín sube a una nave en la costa occidental de la Galia, y pocos días después penetra por la desembocadura del Miño. El mar era entonces el camino más seguro para ir de Francia a Galicia. Las iras del Cantábrico parecían menos peligrosas que los pueblos belicosos del norte de España. Los embajadores del rey de Galicia habían ido a Francia por mar, y Venancio Fortunato, después de recibir una carta de Martín, escribía con su lenguaje conceptuoso y rebuscado: «A través de las espumas del ponto me ha llegado una bebida deleitosa; por el mar salado tengo lo que calma la sed. Es el primer fruto que me han dado las olas. La nave, que a otros hunde en las tinieblas, me ha traído a mí la luz, y las mercancías que otros compran a gran precio, las tengo yo de balde.»

La llegada de Martín a las costas gallegas, en el momento de obrarse el milagro que se esperaba, y con el milagro la conversión del rey, pareció a todos una cosa providencial; y él mismo se consideraba empujado por una fuerza divina. Desde el principio escogió como residencia un lugar cercano a Braga, donde los reyes suevos tenían su corte. No tardó en verse rodeado de admiradores, deseosos de imitar su vida de soledad y penitencia. Él los organizó en comunidad, levantó para ellos una iglesia dedicada a San Martín de Toars, les enseñó las costumbres que él había visto entre los anacoretas del Oriente, les hizo aprender el latín y el griego, les instruyó en la gramática y la retórica, les introdujo en los secretos de la teología; y así nació la abadía de San Martín de Dumio, centro de influencia religiosa y fuente de vida cultural. En la fachada de la basílica se leían estos versos, que Martín de Dumio dedicó al de Tours, su compatriota: «Admirado de tus prodigios, el suevo ha conocido el verdadero camino, y para sublimar tus méritos, ha levantado estos atrios donde tú repartes tus gracias y él derrama sus ruegos.»

En el concilio de Braga de 561 Martín se firmaba va obispo del monasterio dumiense. El valor excepcional


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