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Este sacerdote cumple 100 años, pero no piensa retirarse.
El sacerdote necesitó ayuda cuando estiraba capa tras capa de sus vestiduras. Llevaba una lupa para ayudarse a leer una lista manuscrita de intenciones de oración. Pero al hacer sonar la campana para anunciar a la congregación que la misa estaba por empezar, dejó atrás su andadera, su bastón y cantó con el coro al avanzar por el pasillo central hacia el altar.
“Sabe lo difícil que es nuestra vida, no es nada fácil”, dijo en español el reverendo Luis Urriza al describir la familiaridad de Jesús con las dificultades de sus seguidores.
“Ha sido probado en todo”, dijo el padre Luis. “Exactamente como nosotros”.
De hecho, por estos días el padre Luis enfrenta su propio, y desalentador, desafío. A la edad de 100 años, casi 70 años después de haber establecido la humilde parroquia Cristo Rey para atender a la pequeña pero floreciente comunidad latina del sureste de Texas, ahora se ve obligado a dejarla atrás.
Poco después de su cumpleaños, en agosto, el obispo de Beaumont le informó que había llegado su hora. Otro sacerdote, más joven, se encargará de Cristo Rey. Su orden enviaba al padre Luis a un nuevo ministerio en España, su país de origen, para unirse a otros religiosos que servían en una iglesia cerca de Madrid.
No quería marcharse. Sus feligreses organizaron una marcha con la esperanza de convencer al obispo de que cambiara de opinión. “¡Viva Cristo Rey!”, cantaban. “¡Viva el padre Luis!”. Pero la decisión no cambió.
Esa era la prueba de los votos de obediencia que tomó hace ocho décadas y de la confianza que pone en la voluntad de Dios.
Cree que fue una trayectoria trazada divinamente la que hizo que su madre lo llevara a un monasterio en España cuando tenía 12 años, una decisión que al final lo trajo a Texas. Ahora vuelve a desarraigarse. Esperaba que lo dirigieran a un rumbo en el que pudiera seguir trabajando y ser útil, aunque otros esperan que descanse.
“Dios hace cosas que uno no entiende”, dijo. “Tal vez me necesitan allá”.
Al cumplir 75 años, el padre Luis, como es requisito para cualquier sacerdote católico, entregó su renuncia. Eso fue en 1996. Desde entonces, la decisión de continuar como pastor de Cristo Rey recaía en sus superiores.
Veinticinco años después, sin lugar a dudas, ha disminuido su velocidad, pero con frecuencia camina sin su andador o bastón. Los primeros pasos son los más difíciles, pero luego se pone en marcha. A veces batalla con las palabras en inglés, pero culpa de eso a décadas de hablar principalmente en español. Todavía prepara su propia cena en la rectoría, mezclando un chorrito de aceite español en su sopa de pollo enlatada con fideos antes de ponerla en el microondas. Hace apenas tres años, dejó de conducir para hacer mandados y de visitar a los enfermos en el hospital.
Al padre Luis le irrita la insinuación de que su avanzada edad lo incapacita para dirigir la parroquia.
“Estoy haciendo lo que haría cualquier padre con 40 o 50 años”, dijo.
La labor, no obstante, puede ser demandante. Más aún cuando la parroquia es tan ajetreada como Cristo Rey.
“Hay un motivo por el cual no seguimos liderando empresas o negocios o parroquias a los 100 años”, dijo el obispo David L. Toups de la diócesis de Beaumont. Describió la situación del padre Luis con su congregación como la de “un abuelo con sus hijos, y su familia, que se está debilitando”.
“Es más difícil hacer las cosas que habría hecho en años pasados”, dijo el obispo Toups, “pero su amor por su gente se mantiene”.
La Iglesia católica en Beaumont experimenta un cambio generacional. El obispo Toups llegó el año pasado y tiene 50 años. El pastor de la catedral de la diócesis se retiró este año luego de 41 años de sacerdocio y el antiguo sacerdote de otra parroquia murió en agosto, a los 87 años.
Aun así, aunque muchos en Cristo Rey reconocieron que era inevitable un futuro sin el padre Luis , la decisión de retirarlo los conmovió y enfureció. Hubo aún más confusión cuando la Orden de San Agustín insistió en que volviera a España.
“Es injusto, es una injusticia hacia él”, dijo Angelica Perez, que se unió a la iglesia luego de llegar de México hace más de dos décadas.
“Lo queremos, padre Luis”, le dijo cuando visitó la iglesia la semana pasada. “Sépalo”.
“Yo les quiero”, respondió el sacerdote.
“Nosotros lo sabemos”, dijo ella.
El viernes antes de su última misa este mes, las mujeres de la iglesia estaba en su recámara en la rectoría, escarbando en sus cajones y armario, descartando camisetas interiores, mirando viejas fotografías y doblando primorosamente en una maleta unas vestiduras religiosas que la hermana del sacerdote le había cosido. “¡Esta maleta tiene 70 años!”, dijo Silvia Rodriguez, riendo.
Las paredes de su oficina estaban desnudas. Las fotografías y los recuerdos que habían cubierto los paneles ya habían sido empacados. Pero él estaba detrás de su escritorio, trabajando. Arrastraba los pies hacia la puerta principal cada vez que alguien tocaba el timbre y le pedía confesarse. Respondía el teléfono: “¡Cristo Rey!”, y les daba a las personas que llamaban las instrucciones para llegar a la iglesia.
“¡Ay, mamma mía!”, resoplaba con cada interrupción.
Cristo Rey es una iglesia sencilla, que queda frente a una calle muy transitada detrás de una tienda Family Dollar, junto a las vías del tren que transportan a los ferrocarriles de carga que hacen sonar su silbato durante la misa.
Por dentro, la parroquia es emblemática de la vitalidad que las comunidades de jóvenes inmigrantes de América Latina y otros lugares han aportado a la Iglesia católica, a pesar de que se ha visto afectada por los escándalos y muchos se han alejado de la religión. Esa energía se reflejaba en los libros de contabilidad escritos a mano en la oficina del padre Luis: desde el 10 de octubre de 2015, 920 bebés han sido bautizados, según el volumen más reciente; más de 120 niños recibieron la primera comunión este año.
La iglesia atiende más que las necesidades espirituales de sus feligreses, muchos de los cuales intentan establecerse en un país nuevo. Organiza ferias de salud, programas de salud mental, foros bilingües con candidatos políticos, clínicas para personas indocumentadas y talleres para postular a la universidad o conseguir ayuda para recuperarse de un huracán.
“Aquí hay tantas cosas que hacer”, dijo Jacqueline Hernandez, de 3o años, que asiste a Cristo Rey desde que tenía 5. “Es un centro de recursos”.
Cuando el padre Luis llegó a Texas rápidamente se dio cuenta de que había decenas de familias mexicoestadounidenses que necesitaban una iglesia propia.
Era una necesidad que iba más allá del idioma; después de todo en aquellos días la misa siempre se celebraba en latín. Algunas iglesias estaban segregadas, y los feligreses hispanos y negros se amontonaban en las bancas del fondo.
Al principio, una familia permitió que el padre Luis celebrara la misa en su casa. Luego el pastor de otra parroquia en un barrio con una congregación donde sobre todo había familias italoamericanas le ofreció que se reunieran en un pasillo pequeño. “¡Nunca en la iglesia!”, dijo el padre Luis, un menosprecio que a él le parecía sintomático del desdén que tenían otros sacerdotes por sus feligreses.
Reunió el dinero para construir Cristo Rey a principios de la década de 1950. Lo recaudado con el bingo pagó los materiales para añadir un salón eclesial. “Construimos el salón nosotros, la gente”, dijo el padre Luis. “Yo era un hombre más joven en ese entonces”. Sin ayuda de un coro, él mismo tocaba el órgano y cantaba las alabanzas en los primeros días.
Hoy, alrededor del 35 por ciento de las personas en la diócesis de Beaumont son hablantes nativos de español, dijo el obispo Toups. Aunque están repartidas en nueve condados, el corazón de la comunidad ha sido Cristo Rey, incluso para quienes ya no acuden regularmente, un detalle que no se le escapa al obispo.
“Enviamos sacerdotes a que sigan pastoreando, caminando y acompañando a la gente de Cristo Rey para las generaciones futuras”, dijo el obispo Toups. “La realidad en la vida de la Iglesia es que los ministros vienen y van, los sacerdotes vienen y van, pero la Iglesia permanece”.
Aunque no siguiera como pastor, muchos en la parroquia deseaban que el padre Luis siguiera cerca. Así podrían cuidarlo. “Ha sobrevivido a la covid, sobrevivió a las guerras”, dijo Hernandez. “Definitivamente queremos que tenga el tratamiento y el respeto que se merece”.
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