Desde hace un siglo se ha acuñado y consolidado la fórmula «Cristo histórico», que algunos contraponen a la expresión de «Cristo de la fe». Para muchos, se trata de una mera distinción metodológica, pero otros toman esta doble denominación como un parapeto ideológico destinado a combatir o afirmar la fe de manera voluntarista. No obstante, Benedicto XVI comentaba, al comienzo de su libro Jesús de Nazaret, que «el método histórico–crítico sigue siendo indispensable», puesto que, para la fe cristiana, resulta «fundamental referirse a hechos históricos reales». Según Ratzinger, el cristianismo «no cuenta leyendas como símbolos de verdades que van más allá de la historia, sino que se basa en la historia ocurrida sobre la faz de la tierra». En conclusión, si la fe en Cristo se desentiende del contexto histórico, «se transforma en otra religión».
Desde la perspectiva del Pontífice emérito, no existe diferencia, para un creyente, entre el «Cristo histórico» y el «Cristo de la fe». Sin embargo, algunos investigadores parten de una postura escéptica –cuando no hostil– contra los evangelios y, en general, el contenido del Nuevo Testamento. Se trata de una actitud mucho más beligerante que la que muestran contra otros textos de la época de los que se puede presumir una parcialidad comparable, empezando, por ejemplo, por los tratados de Flavio Josefo. Este autor judío, posterior en una generación al evangelista Lucas, arranca su obra admitiendo el carácter apologético y casi propagandístico: dice que escribe sus libros para demostrar que la cultura judía nada tiene que envidiar de la gentil, en especial la griega, cuya lengua emplea Josefo.
El estudio de los manuscritos lleva a una conclusión unánime: el Nuevo Testamento es quizá el texto mejor transmitido desde la Antigüedad hasta nuestros días
Un centenar y medio de papiros.
Asimismo, las divergencias que existen entre algunos evangelios ¿serían un indicio de su falsedad? En este sentido, los más críticos señalan la dificultad que supone conciliar los textos de Mateo y Lucas sobre el nacimiento e infancia de Jesús. Sin embargo, una lectura detallada de estos pasajes nos revela que hay dos fuentes y ópticas distintas, y no tanto una abierta oposición o imposibilidad de encajar los dos relatos. Mateo se centra en los magos, José y la huida a Egipto; Lucas pone la mirada en María y el templo. Pero ambos señalan que el Niño nace en Belén, que José no es el padre biológico –ambos afirman que la encarnación es obra del Espíritu Santo–, y que su niñez transcurre en Nazaret. Si a continuación leemos algunos capítulos de Plutarco, Tácito y Suetonio sobre un mismo tema, veremos que divergen entre sí en un grado comparable a los evangelistas. A fin de cuentas, todos son cronistas y autores antiguos; todos cometen algún que otro error de apreciación y todos incluyen algún detalle impreciso. Y, tal como asegura Lucas al comienzo de su evangelio, su obra está redactada al modo de la época: preguntando a testigos, inspeccionado datos, contrastando información.
Para conocer mejor los evangelios, además de otros textos primitivos cristianos, la filología es una gran herramienta, como explican Juan Chapa o Larry W. Hurtado. Gracias a la filología se puede estudiar los textos, sus recursos léxicos y gramaticales, los métodos de escritura, los soportes materiales, la transmisión y copia de manuscritos… Se trata de una ciencia que se aplica con las mismas reglas a textos cristianos y no cristianos, al Nuevo Testamento y a Sófocles o Catulo. En la actualidad se conoce un centenar y medio de papiros con pasajes del Nuevo Testamento. Por lo general, son piezas muy fragmentarias y datadas entre los siglos III y V, aunque existe una docena del siglo II, y parece que un par de papiros –en realidad, trozos que caben dentro de una mano, y que contienen unas pocas palabras– podrían incluso haber sido copiados en el siglo I, aunque es mejor ser cautos en este extremo. Otros papiros, sin embargo, contienen una gran extensión de evangelios como el Lucas o Juan. Procedentes en su mayoría del yacimiento arqueológico de Oxirrinco (Egipto), conforman parte de colecciones como la de Chester Beatty, o Bodmer, y algunos han sido donados a la Biblioteca Vaticana. La importancia de estos papiros resulta esencial, dentro de los más de 5.800 manuscritos neotestamentarios antiguos en lengua griega, idioma en que se redactaron originalmente los evangelios, cartas apostólicas y Apocalipsis de Juan.
El análisis de los papiros del Nuevo Testamento ayuda a comprender mucho. Para empezar, cómo se compuso originalmente, cuál era el texto inicial, cómo circulaban esos textos. El estudio de los papiros y del resto de manuscritos lleva a una conclusión unánime en el mundo de la filología: el Nuevo Testamento es quizá el texto mejor transmitido desde la Antigüedad hasta nuestros días, sobre todo por su fiabilidad. Las variantes –o sea, diferencias de palabras de un manuscrito a otro– son, por lo general, anecdóticas, y en muchos casos debidas a errores de los copistas. Sólo hay dos variantes significativas: la llamada Perícopa de Juan (el episodio de la mujer adúltera), que aparece en manuscritos posteriores al siglo IV; y el epílogo de Marcos, que no aparece en los papiros más antiguos. Para algunos divulgadores, estos dos pasajes serían una prueba de que la Iglesia ha manipulado los textos, de igual modo que piensan que Jesús no existió, porque apenas se lo cita fuera de los textos cristianos. Se trata, no obstante, de conclusiones muy ligeras. Porque, a sensu contrario, nadie cree que el soldado raso Vibuleno sea una patraña de Tácito, aunque ningún otro autor antiguo aluda a este legionario. Nadie invalida la Odisea ni la Ilíada, a pesar de las numerosas y substanciosas variantes que hay en la obra de Homero, el autor gentil más importante.
Qumrân ayuda a comprender un gran número de detalles: desde expresiones chocantes que aparecen en las cartas de Pablo, hasta el ascetismo de Juan Bautista
El mundo en que nació el cristianismo
Otro hallazgo histórico muy revelador es Qumrân, que permite conocer mejor el complejo y variado mundo judío en que nació el cristianismo. Gracias a la arqueología y al análisis textual de sus manuscritos, Qumrân ayuda a comprender un gran número de detalles: desde expresiones chocantes que aparecen en las cartas de Pablo, hasta el ascetismo de Juan Bautista, o la facilidad con que Jesús de Nazaret sedujo a muchos paisanos que no se sentían concernidos por la doctrina de los fariseos, o por el judaísmo más oficial. Qumrân ha servido para completar algunas piezas de un puzle histórico que, hasta la fecha, podía antojarse demasiado emborronado.
Sin embargo, quizá sea el Sudario de Turín la pieza que más interés ha despertado. Investigadores de diferentes países y con distintas disciplinas científicas se han aventurado a indagar este lienzo. Algunas dataciones pretendieron suponer que era un tejido medieval; otras pesquisas dan a entender que se trataría de un sudario mortuorio mucho más antiguo y con restos de polen primaveral propio de la Judea del siglo I. Un objeto que, para algunos, sería la plasmación física de la pasión, muerte, entierro… y resurrección de Jesús. Pero también aquí se requiere prudencia: indicios y fe nunca son prueba definitiva, ni mucho menos si hablamos de ciencia.
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