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Lo que los consumidores de porno no saben o prefieren no saber




Ernesto es un chico de 16 años que se prepara para recibir el sacramento de la Confirmación. Cuando tenía 11 años llegó la primera imagen pornográfica a su vida. Fue a través de internet. Ver actos sexuales explícitos le causó tanto impacto que, a partir de entonces, quedó atrapado en el consumo de pornografía.

Ernesto siempre ha tenido el sentimiento de que ver esas imágenes es malo y por eso recurre con frecuencia al sacramento de la Confesión. Ahí el sacerdote lo exhorta a no desanimarse y a seguir en la lucha por erradicar ese vicio de su vida, con la fuerza de la oración. Sin embargo el muchacho no tiene la suficiente voluntad y por eso vive en el desánimo y la tristeza.

Para la industria de la pornografía la vida y la felicidad de personas como Ernesto no tiene importancia.

Lo relevante para estas compañías es llegar a más niños y adolescentes para atraparlos como consumidores, quizá para toda la vida. Saben que los instintos sexuales son una poderosa fuerza dentro del ser humano, y que la explotación de esos instintos, a nivel masivo, generan billones de dólares en ganancias.

Los dividendos de la industria son de alrededor de 97 mil millones de dólares anuales, lo que quiere decir que cada segundo se gastan 3,075 dólares en porno. Por eso se dice que la pornografía es la nueva droga mundial.

Hay algo que Ernesto no sabe, ni tampoco saben millones de adictos al porno. No solamente la industria explota a las personas –varones en su mayoría– que esclaviza haciéndolas consumidoras de sus productos. También hace esclavas, sobre todo a las mujeres que realizan los actos sexuales en pantalla. Ellas provienen, generalmente, de familias rotas, de ambientes de mucha violencia, drogas, abusos, alcohol y con graves daños emocionales. La industria las atrapa y ellas aceptan ese trabajo para no morir de hambre. Muchas veces tienen que drogarse para soportar el sexo violento al que son sometidas, y cuando dejan de funcionar, la industria las desecha como mercancía inservible.

La Fundación para el Proyecto de la Libertad Juvenil reporta que miles de niños, niñas y jóvenes son forzados a hacer películas pornográficas. El consumo de pornografía genera una gran demanda de tráfico sexual; crea hambre de comprar, deshumanizar y actuar según lo que se ha visto en la pantalla. De hecho provoca una adicción similar a la de las drogas, a través de una sustancia llamada dopamina que se genera en el cerebro cuando la persona queda expuesta a imágenes sexuales. Los adictos necesitan dosis más fuertes de dopamina, mismas que consiguen aumentando el tiempo de consumo y buscando contenido más fuerte y explícito.

Sentimos angustia e indignación cuando nos enteramos de la desaparición de mujeres adolescentes en nuestras ciudades. Hoy también más jovencitos varones están siendo secuestrados. Sus raptos y desapariciones deben de conmocionarnos a todos.

Sin embargo, lo que poco nos preocupa es que la pornografía se ha adueñado de nuestras pantallas en teléfonos móviles y computadoras, y que la porno se ha convertido en la fuente de educación sexual para las generaciones jóvenes. Hemos perdido de vista la conexión que existe entre el consumo de pornografía y la trata de personas. No queremos darnos cuenta de que la cultura de sexo comercial y el tráfico sexual se alimentan recíprocamente.

Millones de adolescentes y jóvenes, como Ernesto, han caído dentro de la telaraña de la pornografía de la que no es fácil liberarse.

Por eso la llaman la nueva droga mundial. La educación sexual escolar basada en ideología de género solamente alimenta al monstruo y empeora la situación. Por ello hagamos todo el esfuerzo –sacerdotes, comunidades católicas y padres de familia– para liberar a nuestros jóvenes cristianos de estas nuevas adicciones que sólo los deshumanizan y los incapacitan para formar familias felices y fuertes.

*El P. Eduardo Hayen Cuarón es director del periódico Presencia de la Diócesis de Ciudad Juárez.

1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo,hay que luchar por nuestros jóvenes y nuestros hijos.

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