Tras el asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales (El Gallo) y Joaquín César Mora Salazar (Morita) dentro de una iglesia de la comunidad de Cerocahui, Chihuahua, en la que por décadas desempeñaron su ministerio, son muchos los testimonios que han trascendido en notas o artículos periodísticos, así como en las redes sociales.
Desde la fe platicó con un sacerdote jesuita que conoció a ambos religiosos desde que eran seminaristas. Se trata del padre Luis González Cosio, rector de San Ignacio de Loyola, en Polanco, quien cuenta algunas anécdotas inéditas en torno a estos dos jesuitas que dieron la vida por proteger a un guía de turistas. Los tres fueron abatidos dentro del templo de la Sierra Tarahumara el pasado 20 de junio.
El padre Luis González coincidió con Javier y Joaquín en el Seminario Jesuita de Puente Grande, Jalisco, y desde entonces –asegura– vivían su vocación de manera íntegra.
De Joaquín Mora Salazar
El beso a los enfermos
Era moreno –dice el P. Luis González-, lo que hacía honor a su apellido “Mora”. Además parecía moro: tenía ojos profundos y el pelo crespo; era callado, tímido, taciturno. Y siempre un muy buen compañero.
Vivió gran parte de su apostolado (tenía aproximadamente 50 años de sacerdocio) en colegios, particularmente en el Instituto Cultural Tampico.
A esa ciudad, en el estado de Tamaulipas, suelen llegar muchos indígenas de la Huasteca por los servicios médicos, y el padre Mora tenía la costumbre de buscar a los indígenas más pobres y enfermos, sobre todo a aquellos que no tenían familiares.
“Los acompañaba, los auxiliaba espiritualmente. A pesar de que él era muy sobrio en sus expresiones, al final de su visita los besaba con muchísimo cariño, sin ninguna repugnancia, como un papá o una mamá besan a sus hijos”, cuenta.
El libro que nunca terminaba
En los colegios, el padre Joaquín era asesor espiritual de secundaria, con chavos en plena adolescencia; sin embargo, siempre lograba mantenerlos atentos. Y esto lo hacía gracias a un libro llamado Mi pie izquierdo, de Christy Brown, que leía por partes con sus alumnos, y a partir del cual iba generando reflexiones para la vida; sin embargo, jamás terminaban de leerlo.
“Era sólo su estrategia pedagógica. El estudiantado es como el agua del río: nunca pasa dos veces, y por ello repetía una y otra vez su estrategia. Al final le reclamaban porque jamás terminaban de leer el libro, pero su objetivo era mantenerlos atentos”, dice el padre Luis González.
Los alumnos de los colegios lo recuerdan también por su manera peculiar de vestir: “A pesar del calor de Tampico, usaba camisas de franela abotonadas hasta el cuello. Se paseaba en silencio, pero sonriente, siempre con una mochila en la espalda”.
El mote de “Morita”
El padre Joaquín era de frágil salud. Cuando salió de Tampico quería irse a trabajar a las Islas Marías, donde la Compañía de Jesús estuvo a cargo del penal por varias décadas; sin embargo, su estado de salud no se lo permitió. Por eso fue enviado primero a Parras y luego a la Tarahumara.
Cuando el P. Mora recibió en Cerocahui al padre Luis González, era época de lluvias, pues él quería que viera lo hermoso del camino. Durante los días de visita se dio cuenta, tal como ocurría desde el seminario, que seguía desplegando una bondad innata con los pobladores de la región: acogía a todos y visitaba a los pobres.
“Fue esa bondad innata con la población de Cerocahui lo que le mereció el mote cariñoso de Morita”, asegura el sacerdote.
De Javier Campos Morales
El apodo del seminario
El padre Javier Campos era un hombre fuerte, alto, moreno, generoso y sobre todo espiritual e incansable.
Desde que estudiaban en el Seminario de Puente Grande, destacaba por su espiritualidad.
Cuenta el P. Luis González: “Teníamos que leer un libro medieval llamado la Imitación de Cristo, de Tomas Kempis. Entre Kempis y Campos hay una cierta similitud, por lo que en lugar de decirle Campos, le decíamos Kempis. Desde el seminario pintaba como un hombre que apreciaba los grandes valores espirituales”.
El apodo de la Tarahumara
Ya en la Tarahumara, donde el padre Javier vivió 50 años de sacerdocio al servicio de las etnias originales, se ganó el mote de “El Gallito”. Y es que, mientras que todo mundo imita al gallo con el tradicional “ki-ki-ri-kí”, el sacerdote jesuita lo imitaba con un canto perfecto, tanto que la gente no sabía si realmente había un gallo por ahí cerca. “Volteaban para todos lados en busca del gallo”.
Un hombre incansable
Algo de lo que más llamaba la atención del padre Javier Campos era su impresionante fortaleza. “Era un hombre incansable”.
Recuerda el padre Luis González que en su troca podía recorrer kilómetros y kilómetros de la sierra y estar “fresco como una lechuga” para seguir trabajando.
“Fue hasta hace unos años cuando comenzó a disminuir el ritmo de su trabajo en ese sentido, ya por su edad. Pero en mi mente siempre quedará el recuerdo de ese hombre fuerte, incansable y espiritual”.
Han vivido felices y han fallecido satisfechos de haber cumplido su misión apostólica, ya estarán en la gloria de Dios 🌹🙏
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