Plutarco, moralista griego, cuenta la historia de un hombre que despluma un ruiseñor y al encontrar poco para comer exclama: “Eres sólo una voz y nada más”. Creo que esto explica muy bien lo que han podido sentir tantos cristianos ante la experiencia mística de un encuentro íntimo con Cristo.
También recuerdo una bella canción de Iglesia que nos dice “Aquí estoy, Señor, qué quieres de mí. No soy nada, no tengo nada”. “Todas las naciones son como nada ante Él, como nada y vacío son estimadas por Él” dirá el profeta Isaías (40,17). Job nos recuerda que sólo somos polvo y podredumbre (7,5).
¿Qué somos ante Aquel que los es todo? Esa pregunta ha tenido respuesta en el corazón de tantos hombres y mujeres que han vivido la experiencia suprema de la aparición de Cristo, en especial, del Cristo sufriente, el Cristo de la pasión. Esa experiencia la vivió con radical profundidad Santa Faustina Kowalska, religiosa de la orden de las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia y mística católica, apóstol de la Divina Misericordia, nacida en el año 1905 en la aldea de Glogowiec, cerca de Lodz, Polonia. Beatificada en abril de 1993 y canonizada también en abril, pero siete años después por San Juan Pablo II.
Un mensaje de misericordia
Hemos conocido de cerca estas experiencias místicas gracias al diario que nos legó y que ha sido fuente de inspiración en la propagación de su misión impuesta por la misericordia del Señor. Un diario que desnuda cómo la misericordia de Dios se derrama sobre los hombres sin importa cuán oscuros sean los tiempos que se vivan. Así lo recordó Juan Pablo II en la homilía de la canonización de Faustina: “En efecto, entre la primera y la segunda guerra mundial, Cristo le confió su mensaje de misericordia. Quienes recuerdan, quienes fueron testigos y participaron en los hechos de aquellos años y en los horribles sufrimientos que produjeron a millones de hombres, saben bien cuán necesario era el mensaje de la misericordia”.
Tiempo de metralla, de desesperación, tiempo doloroso cuyas horas fueron marcadas por el escándalo del llanto, el sufrimiento y la muerte. Una humanidad que se hallaba totalmente confundida, perdida en sí misma, en su soberbia decadente. En medio de aquel festín de violencia, Cristo se hace presente a Santa Faustina para decirle: “La humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina”. Por medio de la obra de la religiosa polaca, este mensaje se ha vinculado para siempre al siglo XX, último del segundo milenio, puente hacia el tercero, mucho más amenazador. No es un mensaje nuevo, afirmará Juan Pablo II, pero se puede considerar un don de iluminación especial, que nos ayuda a revivir más intensamente el evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
El amor misericordioso de Cristo
Al contemplar a Cristo abandonado en la cruz, Santa Faustina escribe y nos dice que el amor cuando es puro es capaz de grandes cosas y no lo destruyen ni las dificultades ni las contrariedades, “si el amor [es] fuerte [a pesar] de grandes dificultades, también es perseverante en la vida cotidiana, gris, monótona".
Sabe que para agradar a Dios, una cosa es necesaria, es decir hacer las cosas más pequeñas con gran amor, amor y siempre amor. El amor puro no se equivoca, tiene singularmente mucha luz y no hará nada que no agrade a Dios. Es ingenioso en hacer lo que es más agradable a Dios y no hay nadie que lo iguale; es feliz cuando puede anonadarse y arder como un sacrificio puro.
Nos enseña que el amor misericordioso de Cristo nos da una tranquilidad tan profunda, que aunque quisiéramos inquietarnos y asustarnos, no estaría en nuestro poder, pero el amor inundará nuestra alma hasta hacernos olvidar de nosotros mismos, y es que, como ella lo supo, como lo supieron tantos, el amor misericordioso de Cros nos fortalece para la lucha. Por esta razón, así como Cristo les dijo a sus discípulos, así como Santa Faustina dijo a los hombres de su tiempo, así como Juan Pablo II nos dijo a nosotros, hombres de su tiempo, no tengamos miedo. Paz y Bien
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