Lunes
Ahora te invito a meditar parte por parte, durante varios días, algunos trozos de la hermosa secuencia de Pentecostés, que comienza diciendo: “Ven Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz”.
Cuando le pedimos que envíe su luz desde el cielo, esto no significa que él esté allá arriba, lejos de nosotros que estamos aquí abajo.
Siempre imaginamos al Espíritu Santo llegando desde arriba, y levantamos nuestras manos a lo alto para invocarlo. Pero en realidad él ya está en nosotros, más cerca que nadie. Lo que hace falta es que nos transforme con esa presencia.
Sin embargo, nosotros miramos hacia el cielo, como si fuera a descender desde allí. Eso en realidad es un símbolo que nos recuerda que él nos supera, que está por encima de todo, que es Dios. Así como el cielo está por encima de nosotros y no podemos abarcarlo, eso vale con más razón para el Espíritu Santo, que es Dios. Nosotros no podemos pretender que ya lo conocemos, que lo podemos dominar, que lo podemos apresar y tenerlo bajo nuestro dominio. Aunque él habita en nosotros, al mismo tiempo nos supera, nos trasciende infinitamente. Si no podemos abarcar el cielo infinito, menos podremos abarcarlo a él. Por eso miramos hacia lo alto invocándolo, y por eso le pedimos que envíe desde el cielo un rayo de su luz.
Martes
Te propongo que hagas esta oración, que es parte de una antigua plegaria de la Iglesia, que se reza en todo el mundo el domingo de Pentecostés, y que en los próximos días vayamos meditando y haciendo oración cada una de sus partes:
“Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo, un rayo de tu luz.
Ven, padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz.
Consolador, lleno de bondad, dulce huésped del alma.
Penetra con tu santa luz en lo más íntimo del corazón de tus fieles.
Sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre, nada que sea inocente.
Lava nuestras manchas, riega nuestra aridez, cura nuestras heridas.”
Miércoles
El Espíritu Santo es un manantial generoso, una fuente desbordante que siempre da. Y por eso, siempre nos invita a dar con generosidad. A veces no nos damos cuenta de la verdad de aquello que decía San Francisco de Asís: «Es dando como se recibe».
Si damos con generosidad, en lugar de despojarnos nos enriquecemos, en lugar de vaciarnos, nos vamos llenando de una riqueza superior, que no se ve con los ojos del cuerpo. Lo dice con claridad la Palabra de Dios: «Hay más felicidad en dar que en recibir» (Hechos 20,35). Creamos en esa enseñanza de la Biblia.
Eso sucede cuando aprendemos a dar con un corazón generoso y sincero, verdaderamente desprendidos de lo que damos. El corazón se llena de fuerza cuando uno da «no de mala gana ni forzado, porque Dios ama al que da con alegría» (2 Corintios 9,7).
Es muy bello convertirse en un instrumento del Espíritu Santo, para que a través de nosotros él pueda dar, y dar, y dar. Dar sin esperar recompensa, dar sin exigir agradecimientos ni reconocimientos, dar por el solo gusto de dar. Dar sin medida, y sin tristeza.
Jueves
La súplica nos alivia por dentro, porque cuando le pedimos ayuda al Espíritu Santo sentimos que la carga que estamos llevando ya no es tan pesada. Seguro él nos ayudará de alguna manera para que encontremos una salida, y sobre todo para que sepamos cómo enfrentar esa dificultad.
El Espíritu Santo es como un maestro interior, como un médico del alma, como un especialista en masajes interiores que sabe poner las cosas en su lugar. Así, las dificultades no te enferman, no te derriban, no te lastiman tanto, porque él derrama una fuerza, un perfume, un bálsamo que te alivia en medio de los problemas. Por eso, nada mejor que pedirle ayuda al Espíritu Santo.
La misma Biblia nos dice que tenemos que suplicar y pedir ayuda:
“Confía tu suerte al Señor, y él te sostendrá” (Salmo 55,23).
“No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica” (Filipenses 4,6).
“Si alguien está afligido, que ore” (Santiago 5,13).
La súplica es descargar las inquietudes en el Señor, sabiendo que él se
ocupa de nosotros cuando se lo permitimos realmente (1 Pedro 5,7).
Detengámonos un momento a pedirle ayuda al Espíritu Santo, a suplicarle por aquellas cosas que nos preocupan en este momento de nuestra vida.
Viernes
“Hoy dejo en tu presencia, Espíritu Santo, a todos mis seres queridos. Porque sólo están seguros si tú te apoderas de sus vidas. Penetra en ellos con tu fuerza, curalos de toda enfermedad y de toda debilidad.
Sana también todo lo que esté herido en su interior, todo mal recuerdo, toda angustia, todo mal sentimiento. Tú conoces sus perturbaciones interiores y sólo tú puedes liberarlos de sus males más profundos. Bendice a mis seres queridos, Espíritu Santo. Concédeles éxito en lo que emprendan. Ilumínalos para que acierten en sus decisiones y concédeles que se cumplan sus sueños más preciosos. Muéstrales el camino para alcanzar su felicidad. Derrama en ellos tu paz, tu alegría, tu amor. Llénalos de esperanza, de luz, de consuelo. Y transfórmalos cada día, Espíritu de vida, para que puedan madurar y crecer, para que sean cada vez más bellos por dentro. Corrige sus defectos y sus vicios y muéstrales la hermosura de las virtudes. Derrama en ellos tu amor para que se parezcan cada vez más a Jesús y sigan sus pasos. Llénalos de ti, Espíritu Santo. Fortalécelos, libéralos, inúndalos.
Amén.”
Sábado
En la historia de la Iglesia tenemos un tesoro de miles de santos diferentes que han reflejado, cada uno a su modo, la belleza de Jesús. Ellos se dejaron tocar por el Espíritu Santo, y él hizo maravillas en sus vidas.
San Francisco de Asís reflejó la pobreza y la alegría del Señor, Santa Rita nos mostró la fortaleza y la entrega de Cristo, San Cayetano nos mostró su predilección por los pobres y su preocupación por los que sufren.
Por eso, cuando nos ponemos a rezar frente a la imagen de un santo, San José por ejemplo, en esa imagen simple de José el Espíritu Santo nos hace descubrir un reflejo de la inmensa ternura de Jesús, nos hace sentir la caricia de su amor que nos dice: “Yo estoy a tu lado, yo no te abandono, yo te quiero”.
Pero cada uno tendría que preguntarse ahora: ¿Y yo? ¿Qué querrá hacer de mí el Espíritu Santo? Ninguno de nosotros tiene que repetir lo que fue Santa Rosa, ni San Francisco, ni la Beata Teresa de Calcuta. Cada uno llega a ser santo de un modo particular, porque Dios lo ha hecho distinto, y el Espíritu Santo quiere poner en tu vida un reflejo de Jesús que no había puesto en los demás. Entreguémonos al Espíritu Santo para que haga su obra:
“Los exhorto, hermanos, a que se entreguen a Dios como una ofrenda viva, santa, agradable a Él. Ése será el culto espiritual de ustedes” (Romanos 12,1).
Domingo
El Espíritu Santo actúa como quiere y muchas veces nos sorprende con esa libertad divina. Hoy, que celebramos al apóstol San Matías, podemos descubrirlo especialmente. Porque la elección de San Matías se realizó echando suertes (Hechos 2,23-26). Ese procedimiento sirvió para conocer la decisión de Dios. Por eso, en la oración los apóstoles dicen: “muéstranos a cuál has elegido” (v. 24). La elección de Matías era una cuestión del amor de Dios, que va más allá de todos los criterios humanos.
Si ellos descubrieron la voluntad de Dios echando suertes, no esperemos que el Espíritu Santo nos ilumine siempre de una manera maravillosa, porque él nos hablará de miles de maneras sencillas y nos ayudará a descubrir lo que él quiere de formas muy ordinarias y poco llamativas.
No sólo Matías fue elegido con ternura. Cada uno de nosotros fue elegido para vivir en amistad con Jesús, y es llamado a cumplir una misión que dé muchos frutos de amor, hasta dar la vida en respuesta a esa elección. Es bello sentirse agraciado, haber sido elegido gratuitamente, sin que uno lo haya merecido o comprado con algo, sin que pueda adquirirlo, exigirlo o esperarlo por algún título u obra personal.
El Espíritu Santo viene muchas veces a nuestra vida para que cumplamos determinadas misiones, no porque seamos perfectos, o porque lo merezcamos, sino por un amor gratuito y libre. Él actúa donde quiere y como quiere. Dejémonos conducir por él.
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