Gian Piero podría haberse vuelto loco. Su madre lo abandonó nada más nacer porque era demasiado pobre como para criar a un bebé plagado de enfermedades. Creció en la frialdad de un orfanato de Génova (Liguria), doblegado por la violencia física y psíquica. A sus 75 años, nunca ha contado el reguero de cicatrices que pueblan su cuerpo tras las innumerables operaciones a las que ha tenido que someterse.
Tras una vida de achaques, adicciones y desengaños, vive de prestado en un almacén de la ciudad de Viareggio, Toscana, gracias a la asistencia de la Cruz Roja. «Había tocado fondo. Me dije: “Deja de hacer el estúpido”, y me puse a ayudar. Eso me devolvió mi identidad». Por eso, cada mañana se levanta a la misma hora con una misión. Coloca con cuidado un cartón en la calle y allí se planta con una caja abierta donde acopia la calderilla de los viandantes: «Ayudo a la gente que lo necesita más que yo. Recojo los céntimos de dos o de cinco; las monedas que nadie quiere». Los días que hace más frío se retira a su cuartucho para contarlos. Cuando ha reunido un pequeño tesoro, acude a la tienda del barrio para que se lo cambien por productos de primera necesidad. Después, regala con cariño esos paquetes de supervivencia a las personas con las que comparte penurias.
Detrás de esa barba desaliñada y su andar renqueante se esconden unos profundos ojos azules que miran al mundo con bondad. Las familias que viven en los alrededores de la calle donde se sienta a mendigar le conocen por su nombre, y los niños se acercan con frecuencia a hablar con él y preguntarle cómo le ha ido el día. El resto lo conocimos porque en 2021 le concedieron el Premio Internacional de la Bondad. «Compro las mejores cosas, el mejor aceite, la mejor pasta. Lo mejor para ellos», dice.
Nadie podría adivinar que años atrás trabajó como chef en el Hilton de Nueva York, rodeado de lujo y disfrutando del buen champán. «Servía el catering para las estrellas de Hollywood. Hablaba y escribía francés, inglés y español. Aunque ahora lo he olvidado todo», recuerda, sin darse importancia. Aquel frenesí dorado duró dos años. Pronto volvió a enfermar. Le despidieron con una indemnización irrisoria y se refugió en el alcohol. Tuvo que volver a Italia, donde lleva más tres décadas dando tumbos sin un hogar.
Todavía carga con las heridas de una infancia rota y lamenta, a menudo, no haber podido crear una familia: «No me he vuelto loco, pero casi… Ha habido momentos muy duros», reconoce. Su gran preocupación es el cuidado de los niños. Un interés que conecta directamente con su pasado de abandono y sin apegos: «Tenemos que cuidar de los más pequeños. Son inocentes y no podemos hacerles daño», dice conmovido.
El pasado sábado 17 de diciembre lo recibió el Papa. Era su 86 cumpleaños y quiso pasarlo con los últimos. «Ahora mis amigos saben que me ha recibido el Papa y dicen que soy famoso», asegura, mostrando su sonrisa a la que le faltan unos cuantos dientes. En la cita le acompañaban el sacerdote franciscano de Siria Hanna Jallouf, y Silvano Pedrollo, un empresario de Verona que destina parte de los beneficios de su empresa a proyectos solidarios en África, India y América Latina. A los tres el Pontífice les entregó el premio a la solidaridad que lleva el nombre de la santa madre Teresa de Calcuta. Gian Piero, o mejor dicho Wuè, como todo el mundo lo conoce, podía haberse vuelto loco, pero la bondad le salvó del infierno.
Testimo io puro de lo que la bondad del corazón puede hacer. Dios lo bendiga, su vida de ejemplo es para publicarla en los diarios del mundo, pero mejor sun, para imitarle.
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