La festividad de la Inmaculada Concepción, que celebra la Iglesia cada 8 de diciembre, nos permite considerar un misterio de gran riqueza espiritual. Nos sirve para comprender mejor el amor singular de Dios por su madre, a la que regaló este privilegio, y para entender la perfección absoluta que convierte a la Virgen María en modelo de vida cristiana.
La Inmaculada Concepción de la Virgen María fue definida por el Papa Pío IX en la bula Ineffabilis Deus del 8 de diciembre de 1854 con estas palabras: «La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano».
Se trata de un dogma de fe, es decir, una doctrina, dijo entonces el Papa, que «está revelada por Dios y debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles».
Como explica el Catecismo de la Iglesia Católica, la razón del privilegio de la Inmaculada Concepción concedido por Dios a la Virgen María es la «misión tan importante» que debía cumplir, como es concebir y dar a luz al Verbo Encarnado, para lo cual era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios» en cada momento de su vida.
Un error muy común
Por un déficit de formación cristiana, en ocasiones hay quien confunde dos dogmas marianos: la Inmaculada Concepción y la Concepción Virginal.
Pero la distinción es muy sencilla: la Inmaculada Concepción se refiere a la concepción de la Virgen María y a su alma, que por la Purísima Concepción quedó libre del pecado original; mientras que la Concepción Virginal se refiere a la concepción de Jesucristo y a su cuerpo, que fue formado virginalmente.
La Virgen, también redimida
Nuestra Señora contrajo la deuda con Dios que todos los hijos de Adán tenemos por el pecado original, pero en atención a los méritos futuros del Redentor, a María esa deuda se la perdonó Dios anticipadamente. En su infinita bondad, desde el primer momento de su existencia le restituyó la gracia que la humanidad perdió con el pecado original, de modo que ella nunca incurrió en la maldición del pecado original.
En consecuencia, sí fue redimida por Cristo, pero, como privilegio especialísimo, lo fue por preservación del pecado original. Como afirmó San Juan Pablo II en la audiencia general del 5 de junio de 1996, el fraile del siglo XIII Duns Scoto «sostuvo que Cristo, el mediador perfecto, realizó precisamente en María el acto de mediación más excelso, preservándola del pecado original. De ese modo, introdujo en la teología el concepto de redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún más admirable: no por liberación del pecado, sino por preservación del pecado».
La Virgen nunca pecó
La «llena de gracia» jamás cometió un solo pecado contra Dios. No solo no hubo en su alma la mancha del pecado original, sino que, dice el Catecismo de la Iglesia Católica, «por la gracia de Dios ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida».
El Concilio de Trento enseñó que la Virgen, a diferencia del hombre corriente, «por privilegio especial de Dios» jamás cometió un solo pecado, ni siquiera venial. Ello la convierte en el modelo a seguir para acercarnos a la petición de Jesús: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48).
Esta absoluta entrega de la Virgen a la voluntad de Dios la proclamaron los primitivos Padres y doctores:
–San Efrén (306-373): «María fue tan inocente como Eva antes de la caída, Virgen ajena a toda mancha de pecado, más santa que los serafines, la fuente sellada del Espíritu Santo, semilla pura de Dios, siempre pura e inmaculada en cuerpo y mente».
–San Agustín (354-430): «Al discutir la cuestión del pecado hay que exceptuar a la Virgen María, sobre la cual no permito que se discuta, por el honor que se debe a Nuestro Señor, y porque ignoramos la cantidad de gracia que Dios le concedió para que en todo momento pudiese sobreponerse al pecado».
La Virgen no sufrió dolores de parto
Ésta es otra consecuencia del dogma de la Inmaculada Concepción. Cuando Yahveh expulsó a nuestros primeros padres del Paraíso, le dijo a Adán que tendría que trabajar con el sudor de su frente, y a Eva («Parirás hijos con dolor» [Gén 3, 16]) que sufriría en el alumbramiento.
La Tradición de la Iglesia los ha considerado siempre, pues, como castigo del pecado original. En consecuencia, la Virgen estuvo excluida de ellos. Lo que, por otro lado, concuerda con su virginidad durante el parto, que es dogma de fe.
En su sermón De Nativitate le dice San Agustín a la Virgen: «Ni en la concepción se alejó de ti el pudor, ni en tu alumbramiento se hizo presente el dolor».
Santo Tomás de Aquino lo expresa de forma muy directa: «El dolor de la parturienta se produce por la apertura de las vías por las que sale la criatura. Pero ya se dijo antes que Cristo salió del seno materno cerrado, y de este modo no se dio allí ninguna apertura de las vías. Por tal motivo no existió dolor alguno en aquel parto, como tampoco hubo corrupción de ninguna clase» (Summa Theologica, IIIª, q. 35, a. 6).
Por tanto, las películas y series que representan la escena de la Natividad con dolor de Nuestra Señora en el parto desfiguran la realidad de lo que pasó e, indirectamente, niegan la Inmaculada Concepción que la libró de ese sufrimiento.
Un dogma que se hizo esperar
Los cristianos siempre fueron conscientes de la santidad inefable de la Virgen María. Incluso todos y cada uno de los santos y doctores que, en los debates medievales, se oponían a la idea de la Inmaculada Concepción (entre ellos, San Bernardo, el más mariano de todos ellos), proclamaban la plenitud de gracia de Nuestra Señora durante toda su vida.
La única objeción era encajar esa idea en la universalidad del pecado original y de la redención, expresadas reiteradamente en las Sagradas Escrituras. Como dijo San Juan Pablo II en la audiencia general del 5 de junio de 1996, argumentaban así: «La redención obrada por Cristo no sería universal si la condición de pecado no fuese común a todos los seres humanos. Y si María no hubiera contraído la culpa original, no hubiera podido ser rescatada. En efecto, la redención consiste en librar a quien se encuentra en estado de pecado».
Por tanto, la discusión medieval en torno a la Inmaculada Concepción no se refería a la perfecta identificación con Dios de Nuestra Señora, sino al modo en el que fue redimida. Cuando se aceptó la solución antes citada de Duns Scoto, el obstáculo desapareció y devoción a la Purísima no dejó de crecer en todo el orbe cristiano durante los siglos que precedieron a su declaración como dogma.
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