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¿Cómo habla María? La inspiradora reflexión del Papa



El inicio de un nuevo año está encomendado a María Santísima, que hoy celebramos como Madre de Dios. En estas horas invocamos su intercesión en particular por el Papa emérito Benedicto XVI, que ayer por la mañana dejó este mundo. Nos unimos todos juntos, con un único corazón y una única alma, dando gracias a Dios por el don de este fiel servidor del Evangelio y de la Iglesia. Hemos visto recientemente en la televisión, en «Sua Immagine», toda la actividad y la vida del Papa Benedicto.

Mientras todavía contemplamos a María en la gruta donde nació Jesús, podemos preguntarnos: ¿Con qué lenguaje nos habla la Virgen Santa? ¿Cómo habla María? ¿Qué podemos aprender de ella para este año que comienza? Podemos decir: «Nuestra Señora, enséñanos qué debemos hacer, en este año…».

[1. María no habla, acoge]

En realidad, si observamos la escena que nos presenta la Liturgia de hoy, notamos que María no habla. Ella acoge con sorpresa el misterio que vive, custodia todo en su corazón y, sobre todo, se preocupa del Niño, que —dice el Evangelio— estaba «acostado en el pesebre» (Lc 2,16). Este verbo «acostar» significa colocar con cuidado. Y nos dice que el lenguaje proprio de María es el de la maternidad: cuidar con ternura del Niño. Esta es la grandeza de María: mientras los ángeles hacen una fiesta, los pastores acuden y todos alaban a Dios en voz alta por el acontecimiento que había sucedido, María no habla, no entretiene a los invitados explicando lo que le ha sucedido, no roba el protagonismo —¡a nosotros nos gusta tanto robar el protagonismo! — al contrario, pone en el centro al Niño, cuidándolo con amor.


Una poetisa escribió que María «sabía también estar solemnemente muda, […] porque no quería perder de vista a su Dios» (A. Merini, Corpo d’amore. Un incontro con Gesù [Cuerpo de amor. Un encuentro con Jesús], Milán 2001, 114).


[2. María habla con la ternura del cuidado]


Este es el lenguaje típico de la maternidad: la ternura del cuidado. De hecho, después de haber llevado en el vientre durante nueve meses el don de un misterioso prodigio, las madres continúan poniendo en el centro de todas las atenciones a sus niños: los alimentan, los estrechan entre sus brazos, los acuestan con dulzura en la cuna. Cuidar: este es también el lenguaje de la Madre de Dios; un lenguaje de madre: cuidar.

Hermanos y hermanas, como todas las madres, María lleva en su vientre la vida y, así, nos habla de nuestro futuro. Pero al mismo tiempo nos recuerda que, si queremos realmente que el nuevo año sea bueno, si queremos reconstruir la esperanza, hay que abandonar los lenguajes, los gestos y las decisiones inspiradas en el egoísmo y aprender el lenguaje del amor, que es cuidado.

Cuidar es un lenguaje nuevo, que va contra los lenguajes del egoísmo. Este es el compromiso: cuidar nuestra vida —cada uno de nosotros debe cuidar de su propia vida—; cuidar de nuestro tiempo, de nuestra alma; cuidar la creación y el ambiente en el que vivimos; y, aún es más, cuidar a nuestro prójimo, a aquellos a los que el Señor nos ha puesto al lado, como también a los hermanos y a las hermanas que están necesitados e interpelan nuestra atención y nuestra compasión. Mirando a la Virgen con el Niño, mientras cuida del Niño, nosotros aprendemos a cuidar de los demás, y también de nosotros mismos, cuidando la salud interior, la vida espiritual, la caridad.

Al celebrar hoy la Jornada Mundial de la Paz, retomemos conciencia de la responsabilidad que se nos ha confiado para construir el futuro: frente a las crisis personales y sociales que vivimos, frente a la tragedia de la guerra «estamos llamados a afrontar los retos de nuestro mundo con responsabilidad y compasión» (Mensaje para la LVI Jornada Mundial de la Paz, 5). Y podemos hacerlo si nos cuidamos unos a otros y si, todos juntos, cuidamos nuestra casa común.

Imploremos a María Santísima, Madre de Dios, para que en esta época contaminada por la desconfianza y por la indiferencia, nos haga capaces de compasión y de cuidado —capaces de tener compasión y de cuidar— capaces de «conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 169).

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