El obispo de San Diego denuncia la “falsa división” entre “católicos del papa Francisco” y “católicos de san Juan Pablo II” que se evidencia en debates “ideológicos” y no pastorales
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El cardenal Robert W. McElroy, obispo de San Diego, propone una “inclusión radical” en la Iglesia a las personas LGBT, las mujeres y otros colectivos. Lo ha hecho en un texto publicado por la revista America en el que comenta algunos de los “retos” de futuro que han salido a la luz durante el proceso de preparación al próximo Sínodo de la sinodalidad. Para el purpurado “la llamada a la sinodalidad es una llamada a la conversión continua”, algo que implica “la reforma de nuestras propias estructuras de exclusión” mediante “una larga peregrinación de oración, reflexión, diálogo y acción sostenidos”.
El veneno del tribalismo
Este proceso, para el purpurado, “debe apuntar siempre a la naturaleza misionera de la Iglesia, que mira hacia fuera con esperanza” en “una Iglesia que busca la unidad, la renovación y la reforma”. “Debemos examinar las contradicciones en una iglesia de inclusión y pertenencia compartida que han sido identificadas por las voces del pueblo de Dios en nuestra nación y discernir en la sinodalidad un camino para ir más allá de ellas”, propone ante el “crecimiento de la polarización dentro de la vida de la iglesia en los Estados Unidos y las estructuras de exclusión que engendra”.
“Nuestra sociedad política ha sido envenenada por un tribalismo que está minando nuestra energía como pueblo y poniendo en peligro nuestra democracia. Y ese veneno ha entrado destructivamente en la vida de la iglesia”, denuncia. El cardenal llega a señalar la “falsa división” entre “católicos del papa Francisco” y “católicos de san Juan Pablo II” que se evidencia en debates “ideológicos” como el que ha habido en torno a la liturgia tradicional o la comunión de los políticos. “Una cultura de la sinodalidad es el camino más prometedor disponible hoy para sacarnos de esta polarización en nuestra iglesia”, propone.
Los excluidos
Además, el cardenal apunta al “pecado continuado del racismo” que en la Iglesia se ha traducido en la creación de “prisiones de exclusión que han perdurado durante generaciones, especialmente entre nuestras comunidades afroamericanas e indígenas”. También, añade, “a veces, la Iglesia margina a las víctimas de abusos sexuales por parte del clero de una serie de formas destructivas y duraderas”. Están en las periferias “los más pobres de entre nosotros, los sin techo, los indocumentados, los encarcelados y los refugiados no suelen ser invitados con la misma energía y eficacia que otros a la plenitud de la vida y el liderazgo eclesiales. Y la voz de la Iglesia a veces se silencia a la hora de defender sus derechos”.
McElroy destaca que en la fase sinodal se ha detectado que las mujeres cuentan con “pocos espacios” a pesar de aportar su tiempo y sus talentos a la comunidad cristiana. Por ello, reclama “modificar las estructuras, leyes y costumbres que limitan de hecho la presencia de la rica diversidad de dones de las mujeres en la vida de la comunidad católica” incluyendo “la admisión de mujeres al diaconado permanente y la ordenación de mujeres al sacerdocio”. Unas limitaciones que también sufren en diferentes aspectos los laicos o que se viven en debates como la “propuesta de ordenar mujeres al diaconado permanente”.
La preocupación de las comunidades también ha mostrado su preocupación por la atención a “los divorciados y vueltos a casar sin una declaración de nulidad de la iglesia, los miembros de la comunidad LGBT y los casados civilmente pero que no se han casado por la iglesia”. “Estas exclusiones afectan a importantes enseñanzas de la Iglesia sobre la vida moral cristiana, los compromisos del matrimonio y el significado de la sexualidad para el discípulo”, apunta. Ante esto, destaca, “la Iglesia está llamada a proclamar la plenitud de su enseñanza y, al mismo tiempo, ofrecer un testimonio de inclusión sostenida en su práctica pastoral”. Algo en lo que hay que destacar la imagen de la Iglesia como “hospital de campaña” al que acuden los heridos, el valor de la conciencia en la enseñanza católica y la fuerza de la gracia –y la eucaristía en este sentido–. “La indignidad no puede ser el prisma de acompañamiento de los discípulos del Dios de la gracia y de la misericordia”, reitera.
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