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La vida de clausura en pleno siglo XXI: qué piensa una de sus protagonistas


¿Cuál es el motivo por el que mujeres y hombres deciden consagrarse a Dios y encerrarse en un monasterio de clausura?

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Para responder a la pregunta, nos hemos trasladado a dos conventos conocidos por el rigor de su vida comunitaria: el Monasterio de Nuestra Señora del Carmen y San Juan de la Cruz, situado en Mancera de Abajo, pueblo de Salamanca, enclavado en la Ruta de Santa Teresa de Ávila y el de Consuegra en Toledo

En el convento de Mancera, fundado en 1944 por santa Maravillas de Jesús (1891- 1974), otra gran reformadora del carmelo contemporáneo, viven 16 monjas abrazadas a la pobreza propia de la vida carmelita: sin rentas, con edificios pequeños, viviendo de su trabajo manual.

Intramuros

No salen de sus muros si no es estrictamente necesario, y en general por motivos de salud. Pueden votar por correo, y recibir visitas en un locutorio, tras una doble reja con cincuenta centímetros de separación entre los visitantes y las religiosas.

El convento se encontraba totalmente abandonado cuando lo refundó la Madre Maravillas, canonizada por la Iglesia en 2003 y considerada una de las grandes místicas del siglo pasado.

Tras fundar el monasterio, la santa dijo: «El Señor nos ha hecho una gracia muy grande al traernos a esta soledad, que tan bien le está al alma. Aquí no hay más remedio que vivir ese ‘estarse amando al Amado’… ¡Qué encantos tiene la vida humilde y pobre!».

Habla el Señor

La Madre Maravillas fue una mujer fuera de lo común. María de las Maravillas de Jesús Pidal y Chico de Guzmán nació en uno de los edificios que hoy ocupa el Congreso de los Diputados de España. Sus padres eran los Marqueses de Pidal.

A los 28 años dejó una vida acomodada para hacerse carmelita. A lo largo de 55 años de vida religiosa, fundó once conventos en España y uno en la India.

Las mujeres que hoy siguen sus huellas en esos conventos de clausura llevan una disciplina férrea: cumplen votos de pobreza, castidad y obediencia. Se levantan a las 06:30 de la mañana, tras ser despertadas por una de ellas que pasa por las celdas haciendo sonar el mismo despertador, (una tablilla), que se lleva usando varios siglos.

Agua fría, un hábito espartano hecho a mano por ellas y unas alpargatas. Se acuestan en camas de madera con un jergón de hoja de trigo y, por supuesto, no tienen calefacción. Comen y cenan en silencio, mientras una de ellas, en turnos de una semana, lee para el resto de sus hermanas.

Durante el día solamente tienen una hora de «recreación» durante la cual hablan entre ellas. El resto de la jornada transcurre en silencio.

Al convento solo entra una doctora, que apenas tiene acceso a los pasillos, llamados «tránsitos», y el responsable de mantener la huerta, que no pasa del jardín.

No tienen televisión, no escuchan la radio, ni leen la prensa. Solamente una hermana, «experta en estos temas», sabe manejar lo básico de un viejo ordenador por si tuvieran que comunicarse con el exterior. No tienen correo electrónico. Lo que saben del mundo lo conocen por sus familias y conocidos que las escriben o visitan.

La libertad

La reformadora del Carmelo no buscaba el sacrificio por el sacrificio. Escribía: «Me pareció entender que no era lo que le agradaba a Dios lo que fuera mayor sacrificio, sino el cumplimiento exacto y amoroso de su voluntad divina en sus menores detalles».

La Madre Maravillas, igual que los grandes fundadores del monaquismo, relacionaba la vida contemplativa con la oración de Jesús en un lugar solitario, según los momentos significativos de Jesús en el Evangelio, en los que se retira para hablar con su Padre.

La monja puede en la clausura compartir esa soledad de Jesucristo y vivir en recogimiento con Él. De ese modo, puede vivir plenamente el primer mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lucas 10, 27).

Elegir la mejor parte

Acercarnos a las carmelitas de Mancera nos ha permitido comprender que para vivir únicamente con Dios, en medio de la adoración y de la alabanza, resulta imprescindible que la monja de clausura se encuentre libre de toda atadura, de toda agitación y de toda distracción.

Ese es el motivo de la clausura. Al limitar las ocasiones de contacto con el mundo exterior, la monja permanece en un ambiente de paz y de unión con el Señor y con las demás hermanas. De ahí que el Papa Juan Pablo II dijera el 7 de marzo de 1980: «Abandonar la clausura significaría sacrificar lo más específico de una de las formas de vida religiosa mediante las cuales la Iglesia manifiesta frente al mundo la preeminencia de la contemplación sobre la acción, de lo eterno sobre lo temporal».

Maternidad espiritual

Como contemplativas, la oración es el pilar de su existencia. A diario llegan al convento peticiones de oración por carta, por teléfono o a través del torno.

Sor Inés, del Convento carmelita de Consuegra, explica la importancia de esta misión, ya que es: «Donde ejercemos la maternidad espiritual. No se trata solo de pedir específicamente por cada persona, con nombre y apellido. Nuestra misión consiste en pedir al Señor incesantemente por el mundo entero o por necesidades específicas. Somos un puente ante el Señor para esas personas».

Para la religiosa es una alegría poder participar de la Comunión de los Santos, es decir, rezar al Señor por esas intenciones que reciben. «Se trata de una oportunidad única para experimentar que la vida es fecunda», señala la monja carmelita. Por eso, se puede decir que estas monjas no viven apartadas del mundo, no están escondidas en la clausura.

«Entramos en contacto con Dios y con el pueblo del Señor a través de las oraciones que nos piden», subraya la religiosa.

El compromiso de estas religiosas es firme ante Dios, ante la sociedad y ante ellas mismas: «desde nuestra vida contemplativa, con nuestros quehaceres, trabajamos por el Reino de Dios», concluye sor Inés, discípula de las santas Teresas de Ávila y de Lisieux.

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