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Y tú, ¿te tatuarías?



Quienes no tenemos ninguna parte de nuestro cuerpo tatuada somos la resistencia. Quizá sea más sencillo entre quienes leen estas páginas, pero lo habitual es que seamos una gran minoría quienes no hemos sucumbido a la tentación de marcarnos la piel de alguna manera. En esto, como en todo, también hay modas, por eso no me extraña que últimamente la imagen de Messi en el Mundial de fútbol esté siendo de los tatuajes más reclamados. Y es que, queramos o no, todos tenemos nuestras ‘estrellas’ particulares, sean famosas o no. Personas que nos resultan brillantes, que nos gusta mirar y admirar, que consideramos referentes vitales y que, además, nos inspiran y alientan, animándonos a imitarlos en sus actitudes y aptitudes.  

Todos tenemos ‘estrellas’, por más que la mayoría de ellas pasen desapercibidas, no salgan en los periódicos ni ganen mundiales. Personas sin las que este mundo sería un poco más triste y que nos ponen en camino porque nos despiertan el deseo de ser mejores personas. Personas que comparten su luz con nosotros y que, en medio de la noche, nos permiten orientarnos en la existencia y dirigirnos a lo que realmente es importante. Pocas veces caemos en la cuenta de que también esos Sabios de Oriente, que abandonaron su tierra buscando al rey que había nacido (cf Mt 2,2), lo hicieron porque reconocieron el brillo especial de una estrella.

Ahora, que cerramos un año y vamos abriéndonos a la incierta novedad de otro. En este momento, que recordamos el movimiento de esos extranjeros que, por adorar a Quien era la Vida, abandonaron la tierra conocida impulsados por la luz de un astro, es una buena oportunidad también para reconocer, nombrar y agradecer la presencia de tantas ‘estrellas’ que iluminan nuestras oscuridades, que no se convierten en protagonistas porque saben que solo señalan el camino, que sacan a la luz nuestra mejor versión y nos impulsan a recorrer sendas nuevas. Ellos son nuestras ‘estrellas’, aunque no nos tatuemos su imagen besando el trofeo de un Mundial de fútbol.

Por: Ianire Angulo Ordorika, ESSE

Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

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