“En una guerra uno intuye de dónde viene el ataque, acá una réplica no se sabe cuándo puede llegar y con qué grado de fuerza, y la gente está aterrada”.
La voz en el teléfono del padre Enrique González, sacerdote argentino que vive en Aleppo, ciudad ya “mártir” por la guerra civil de Siria y una de las del norte del país más azotadas por el devastador terremoto del lunes pasado con epicentro en Turquía y que dejó ya casi 20.000 muertos, sorprende. Aunque describe una realidad terrible, ostenta calma, sangre fría.
“Lo que se ve ahora en Aleppo después de once años de una guerra no resuelta, una crisis económica agravada por la guerra, tampoco resuelta, el Covid-19, más el cólera en el verano y ahora, el terremoto, es el caos sobre el caos”, asegura este sacerdote del Instituto del Verbo Encarnado (IVE) que vive en Aleppo desde hace tres años y medio.
Se trata de la excapital económica de Siria, que a fines de 2016 volvió a estar bajo del régimen de Bashar al-Assad después de un enfrentamiento con los grupos rebeldes que duró cuatro años, por la que estuvo sitiada. Los rusos ayudaron a las fuerzas de Al-Assad a vencer a través de bombardeos masivos -al mejor estilo Mariupol (Ucrania)- que devastaron la mayoría de los barrios de la ciudad. Tan arrasada quedó Aleppo, que algunos edificios iban derrumbándose solos. Pero el terremoto del lunes significó un golpe de gracia para la castigada Aleppo, también psicológico.
“La gente está aterrada”, insiste el padre Enrique en diálogo con LA NACION, y precisa que anoche hubo dos réplicas de entre 4 y 5 grados. “Uno duerme con un ojo medio abierto, medio vestido, con el teléfono en la mano”, agrega.
Nacido hace 49 años en San Rafael, Mendoza, González, que habla perfectamente árabe porque vive en Medio Oriente desde 2001, tuvo suerte. Aunque su camioneta quedó destruida porque una fachada de piedras se le cayó encima, el edificio donde vive, del obispado, resistió. Allí, en el cuarto piso, solía residir con otro sacerdote argentino que justo se había ido a San Luis para ver a su madre, ya mayor, que está enferma. Ahora el edificio del obispado se ha vuelto un refugio para ochenta personas que ya no pueden volver a sus casas.
“En el norte de Aleppo, una ciudad de todos modos ya destruida, decadente, rota, triste, una zona periférica y pobre, se han caído edificios como castillos de naipes. La situación es desastrosa: quien pudo se ha ido al sur, se ha ido a lo de familiares y los que se han quedado van a las Iglesias. Otros pasan la noche en los autos”, cuenta. “El barrio de El Midan, que es muy pobre, directamente fue evacuado porque es considerado inseguro, han caído muchas fachadas”, agrega.
La situación es muy dura. No hay luz, ni agua, ni carburante, por lo que tampoco hay calefacción y hace mucho frío. “En este momento estoy caminando, podrás oir el ruido de los generadores en la calle y tengo frío”, detalla el sacerdote.
“Antes del terremoto, había dos horas diarias de electricidad en Aleppo, que es poco. Ahora hay zonas que quedaron totalmente a oscuras. En la zona del obispado, donde estoy, al lado de la zona universitaria, por suerte nos dan más electricidad, no se han roto los servicios, tenemos seis horas por día de luz”, precisa.
Debido a cuestiones políticas –las sanciones impuestas al régimen de Al-Assad, que implican un virtual bloqueo-, casi no ha llegado ayuda a Aleppo. “La ayuda internacional llega a las zonas rebeldes y a Turquía... Acá llega algo desde Rusia, Irán, Egipto, Pakistán, Libia... Son cosas difíciles de explicar, yo estoy acá como religioso, pero es evidente que hay temas de índole política que no dejan de afectarnos”, asegura.
¿Tienen comida? “Hay asociaciones que nos están ayudando, recién nos trajeron 300 kilos de pollo, gracias a las comunicaciones y a las redes sociales, vamos viendo quién necesita y cómo entregar y también estamos buscando bidones para recolectar agua ya que nuestra obispado tiene un pozo de agua... Sobre todo en las iglesias latinas, construidas por europeos, siempre se hacía un pozo así que en eso tenemos una ventaja”, responde González.
En medio “del caos sobre el caos”, al padre Enrique lo que más le sorprende es la resiliencia de la población. “Más allá del pánico, del frío, del terror y de estar al borde del colapso, la gente agradece estar viva, agradece los vínculos familiares”, describe. “Nosotros, los occidentales, somos muy quejosos -reflexiona- y la verdad es que uno aprende de esta gente, uno se enriquece”.
En Turquía
Del otro lado de la frontera, en Turquía, hay otros dos sacerdotes mendocinos del IVE intentando ayudar, en medio del desastre: el padre Alejandro Cunietti, de 34 años, de Godoy Cruz, y Esteban Dumont, de 43 años, de San Rafael.
Ellos viven en Tarso, la localidad donde nació San Pablo, que no fue afectada por el terremoto, aunque está a tan solo 40 kilómetros de Adana, donde cayeron muchos edificios y siguen buscando víctimas debajo de los escombros.
“Acá en Tarso el terremoto nos despertó, se sintió muy fuerte, nunca viví algo así, pero no causó destrucción. Pero en zonas muy cercanas es una catástrofe, todavía hay gente enterrada, hay miles de muertos, miles de evacuados, personas sin agua, sin luz, problemas de comida y muchísimo frío”, describe.
“Nosotros en nuestra casa no tenemos lugar para alojar a los evacuados, pero estamos en contacto con franciscanos que nos dijeron que sí pueden recibir en su convento de la localidad de Mersin, que es una ciudad que queda muy cerca”, cuenta por teléfono el padre Alejandro, que fue a vivir a esa zona hace seis meses.
“Mi hermana, María al pie de la Cruz, que también es religiosa de la rama femenina del IVE, tuvo que dejar el convento donde estaba de Iskenderun, donde la catedral católica se derrumbó. Mañana vamos a llevar agua y alimentos allá y a Antioquía, donde la situación es peor que en Adana... Allá falleció nuestra secretaria, a quien el domingo había acompañado a la estación a tomar el tren... Las construcciones son muy malas o muy viejas... Y es muy difícil que llegue la ayuda porque aunque hayan, por ejemplo, llegado a Iskenderun dos buques de España con material, el puerto se incendió ”, apunta.
“La verdad es que son miles y miles los muertos, nunca me hubiera imaginado que el terremoto iba a hacer tanto daño”, comenta el padre Alejandro, sin ocultar su espanto. Confirma, por otro lado, que la población está enojada con el gobierno de Recep Tayip Erdogan. “Es lo que se ve en las noticias, hay desesperación... Además, comenzó a haber saqueos porque están faltando alimentos, sin contar que no tienen luz, tampoco funcionan las comunicaciones, el frío es terrible y el gobierno evidentemente se ha visto superado logísticamente. Se han caído miles y miles de edificios y se entiende que haya dificultades para ayudar a todo el mundo”, comenta.
El padre Alejandro lanza, finalmente, un llamado a sus compatriotas argentinos para que ayuden a Turquía en este dramático momento: “Los que pueden, que ayuden; y los que no pueden, que recen, eso lo puede hacer cualquiera... Muchas vidas han sido tocadas para siempre, muchas personas han perdido a familiares y este tipo de heridas sólo las puede arreglar Dios”.
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