El Papa Francisco se preocupa desde el principio por un nuevo "estilo" que debe adoptarse "en todo lo que se hace". Se trata de un estilo que respete el derecho de los fieles a ser escuchados primero en lugar de ser sermoneados, porque los laicos también tienen sentido de la fe y de la Iglesia. Se trata de un estilo que perciba las necesidades de la gente y no responda al principio con el derecho canónico, sino con la misericordia. Este es el estilo pastoral de la Iglesia en el mundo de hoy que ya pidió Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962; es el estilo de una Iglesia samaritana que pedía Pablo VI en su discurso durante la sesión de clausura del Concilio el 7 de diciembre de 1965.
El Papa Francisco no quiere una Iglesia preocupada por sí misma, sino una que haya entendido verdaderamente lo que dijo el Concilio: que es "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano", y que por tanto debe considerar como suyos "los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren". Francisco prefiere "una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades".
El Papa Francisco sabe que las cosas no pueden seguir como están. Por eso, primero apunta a una renovación espiritual para recuperar la alegría de evangelizar. Esto es lo esencial. Pero también tiene en mente una reforma estructural de la Iglesia, llevada a cabo con prudencia jesuita. Como hijo de San Ignacio de Loyola, Francisco ha aprendido el arte de la deliberación, el discernimiento y la decisión. Este es su modus operandi. Y muchos se impacientan porque el proceso de consulta dura demasiado, o se decepcionan porque las decisiones acaban quedando por debajo de las expectativas.
Hasta ahora, la reforma de la Iglesia sólo es reconocible a grandes rasgos (ecumenismo, colegialidad, descentralización, sinodalidad, sin clericalismo). Pronto deberá quedar claro qué se quiere decir con ello. Pues la reforma estructural se ha quedado a medio camino desde el Concilio. De lo contrario, el más alto clérigo no fustigaría hoy el "clericalismo", la "autocomplacencia" y el "narcisismo espiritual" como enfermedades de la Iglesia y no fomentaría una mayor "sinodalidad".
Dada la estructura de la Iglesia católica, mucho dependerá de la propia "audacia" del Papa, de su valor y determinación para el cambio. Desgraciadamente, poco se puede esperar de los obispos. Desde Pío IX (1846-1878), se han acostumbrado a mirar de reojo a Roma, que ha acumulado cada vez más poderes de las Iglesias locales; y ahora que el Papa les anima a ser sinodales y a reformar la Iglesia, apenas se atreven a proponer las reformas que son urgentemente necesarias para el bien de la evangelización en sus diócesis.
Gilbert Keith Chesterton decía que la tradición viva es la salvación del "fuego" (de la evangelización), no la conservación de las "cenizas" de una forma de Iglesia pasada. Entretanto, nos queda preguntar con San Juan de la Cruz al centinela: "¿Cuánto durará la noche, cuándo llegará la aurora?
Autor: Mariano Delgado.
* Mariano Delgado es catedrático de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Friburgo (Suiza) y Decano de la Clase VII (Religiones) en la Academia Europea de las Ciencias y las Artes (Salzburgo)
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