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El nombre de Dios es misericordia


Es propio de Dios usar misericordia; y en esto, especialmente, se manifiesta su omnipotencia, reflexiona Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologica. En tal sentido, nos queda claro que Dios, además de ser trascendente, santo, eterno y omnipotente, se revela también como misericordioso.

Una misericordia que no es un mero concepto abstracto y vacío, por el contrario, es una realidad concreta a través de la cual nos desnuda su amor que es eterno, tal y como nos queda expuesto en el Salmo 136.

San Juan Pablo II nos recordaba en su Encíclica Dives in misericordia que la misericordia de Dios está definida por el amor al hombre, a todo aquello que es humano y que, según la intuición de gran parte de los contemporáneos, se encuentra peligrosamente amenazado, debido a que, la mentalidad contemporánea parece oponerse radicalmente a la idea de un Dios rico en misericordia.

El Papa Francisco no sólo admite lo antes expuesto. Va más allá. Nos dice que el nombre de Dios es misericordia y así lo expone en una entrevista llevada a libro publicado por el vaticanista Andrea Tornielli. El libro lleva por título El nombre de Dios es misericordia y recoge las impresiones que llevaron al Papa Francisco a convocar el Año Jubilar de la Misericordia, así como las recomendaciones para vivirlo con la plenitud que, en el fondo, los hombres necesitamos.

Reconocer nuestras responsabilidades

En la misma línea expuesta por el Concilio Vaticano II, Tornielli parte de un hecho concreto: “Vivimos en una sociedad que nos acostumbra cada vez menos a reconocer nuestras responsabilidades y a hacernos cargo de ellas: los que se equivocan, de hecho, son siempre los demás. Los inmorales son siempre los demás, las culpas son siempre de otro, nunca nuestras”. Esto nos ubica en una actitud abierta a la permanente condena y a eso nos concretamos: condenar y, en modo alguno, acoger.

Ante esta realidad que nos ha cosificado y congelado el corazón, el Papa Francisco nos recuerda que Dios perdona no con un decreto, sino con una caricia. Una caricia misericordiosa por medio de la cual las heridas de nuestros pecados son sanadas.

Por ello, la misericordia se transforma en la centralidad del mensaje de Cristo. Pensamiento que comparte con su predecesor, Benedicto XVI, cuando afirmaba que la misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico cristalizando en una verdad suprema: es el nombre propio de Dios, el rostro con el que Él se reveló en la antigua alianza y plenamente en Jesucristo, “encarnación del amor creador y redentor”. Amor que ilumina también el propio rostro de la Iglesia manifestándose a través de los sacramentos, concretamente en la reconciliación, como en las obras de caridad, individuales y comunitarias.

La misericordia y la confesión

El nombre de Dios es misericordia, ya que, a pesar de que podemos renegar de Dios, incluso, pecar contra Él, Dios no puede renegar de sí mismo, por eso permanece fiel a su Palabra y a su amor por cada hombre, amor que arde de manera personal y exclusiva. Por ello resalta en la entrevista la sustancial importancia que tiene para la vida del cristiano la confesión, la cual es estimada como un regalo. Dejando muy claro que la confesión debe realizarse ante un sacerdote y no lo dice por capricho, lo manifiesta siguiendo el amor dispuesto en el Evangelio: “Aquellos a quienes perdonéis los pecados, serán perdonados; aquellos a quienes no perdonéis, no serán perdonados” (Jn 20, 19-23).

Cristo se estaba dirigiendo a sus apóstoles, fuente de donde brota la línea sacerdotal que nos ha acompañado y nos acompañará a lo largo de la historia humana. La confesión tiene un profundo significado, afirma el Papa Francisco, “pues somos seres sociales. Si tú no eres capaz de hablar de tus errores con tu hermano, ten por seguro que no serás capaz de hablar tampoco con Dios y que acabarás confesándote con el espejo, frente a ti mismo”.

Ante la escucha del confesor, en este caso, el sacerdote que cristaliza en sí mismo el apostolado de la oreja, se abre la grieta que parte de la vergüenza del pecador y culmina en el regocijo frondoso de la misericordia de Dios. Paz y Bien

Por Valmore Muñoz Arteaga. 

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