Besar a alguien, besar un objeto, abrazarse o intercambiar un beso son ritos que nos acompañan en nuestra vida cotidiana y también en nuestra celebración cristiana. Por ser un gesto con una fuerte implicación relacional, en la liturgia se reserva en ocasiones particulares, es decir, se besa para señalar la presencia de Cristo en sus principales signos sacramentales: el altar y el Evangelio.
El beso se asocia siempre al gesto de veneración y suele ir acompañado de un silencio o de una oración susurrada al corazón. Solo en segunda instancia este gesto se extiende a la presencia de Dios en los hermanos en el beso de la paz. Todos los demás besos de devoción, dirigidos a imágenes y objetos sagrados (como la cruz, la estola, las estatuas, las reliquias, etc.) son una extensión. Besar es un gesto de fuerte valor simbólico y de intensa implicación interior de tal suerte que una multiplicación excesiva le resta valor.
La reforma litúrgica del Concilio Vaticano II hizo que se reservara exclusivamente a los dos momentos culminantes de la celebración eucarística: el beso del Evangelio, la cumbre de la Liturgia de la Palabra; y el beso del altar, centro y culminación de toda la celebración eucarística. El rito prevé el beso del altar en la dinámica del saludo (ritos de entrada) y de la despedida (ritos de conclusión), como para unir en una sola acción el saludo a Cristo con su propio cuerpo que es la Iglesia. El beso, tan profundamente ligado a la boca y al simbolismo de la alimentación, tiene un significado iniciático y eucarístico particular en la liturgia. Así como es un preludio de la relación sexual, es el momento de mayor implicación del bautizado: la celebración eucarística. La boca representa ese umbral entre el exterior y el interior, el entrar y el salir, donde la lengua media.
En la liturgia el beso se convierte en guardián de los umbrales, invita a entrar y acompaña a la salida. En el rito del Bautismo la boca se convierte en protagonista de una iniciación a través del rito de Effetá (¡Ábrete!). Un gesto iniciático que todo bautizado está llamado a revivir cada día a través del santo toque de los dedos en el rito de invocación de la Liturgia de las Horas (Señor, abre mis labios. Y mi boca proclamará tu alabanza). Un gesto, un toque, una percepción, antesala de una satisfacción y saciedad que solo la Eucaristía sabe saciar y al mismo tiempo encender nuevos deseos.
El juego del deseo
Tenemos que preguntarnos: ¿por qué la liturgia es tan sobria en materia de besos?
La respuesta hay que buscarla en la naturaleza misma de la celebración litúrgica llamada a nutrir, encender y sostener el tiempo de la presencia/ausencia del Resucitado. El juego del deseo pertenece a la dimensión propiamente teológica de la liturgia: tocar sin contenerse, saborear sin saciarse, asomarse bajo el velo de los símbolos e intuir sin suponer nunca haber comprendido. De ahí la predilección por estimular los sentidos en la modestia y la sobriedad (En Él gustamos sobrios la embriaguez del Espíritu, canta un antiguo himno litúrgico). La liturgia no se apropia del Misterio: lo acerca y lo da con generosidad para que sea creído, comprendido, para hacer sentir que, en su familiaridad con nosotros, permanece inaccesible.
En la liturgia el beso es un aperitivo. El discípulo está llamado a vencer el deseo de poseer la presencia del Maestro, como le sucedió a la hemorroisa que sostiene en sus manos el manto de Jesús (Mc 5, 28-30) o como a María Magdalena en la tumba vacía (Juan 20,17). Un beso y un abrazo que, tras la resurrección, se convierte en advertencia y espera: ‘Noli me tangere’, no me detengas, o más bien, ‘Noli me osculare’. Después de la resurrección, el discípulo amado ya no podrá encontrar al Maestro y tenerlo cerca de sí, sino que será invitado a seguir vagando, volviendo a donde todo empezó en Galilea (Mateo 28,7) el lugar de la primera mirada de amor.
El lenguaje ritual es el lugar de este juego de alternancias: un continuo ir y volver a Galilea, un espacio en el que celebrar la dinámica entre separación y conjunción con Dios, distancia y cercanía, alteridad e intimidad, en la continua fluctuación entre el poder de Dios y el deseo del hombre. Lo que lo mueve es el deseo y lo que lo destruye es la distancia. Toda la lógica ritual se mueve al compás de esta danza sagrada, hecha de toques que iluminan y laceran las distancias.
En la liturgia, el beso es domesticado y redimido de la tentación de la codicia, pero, al tiempo, anuncia y celebra una realidad ya habitada: una comunión de respiro, de boca, llamada a gustar y alabar con una sola voz que “el ¡Señor ha resucitado!”. ¿No es este el gesto que hará posible la confesión del Nombre? El soplo, el respiro de la boca de Jesús que da vida y devuelve el alma a la comunidad de discípulos asustados dentro de un cuarto asfixiante (Juan 20, 22).
El soplo de Jesús se convierte así en la imagen de ese espacio-tiempo en el que entre la boca de Jesús y la boca de los discípulos se dilata la espera y el deseo de su regreso. Un tiempo de abrazos y besos dados y recibidos, tal como canta la boca de la novia en el Cantar de los Cantares: “Bésame con los besos de su boca” (Cnt 1,1). No se debe olvidar que el beso es un preludio del acto de amor, por lo tanto, del ser de todos nosotros, de nuestro nacimiento, vida y muerte. Y si en los cuentos de hadas el beso es capaz de devolver la vida, de romper maleficios o de transformar sapos en príncipes, ¡incluso en la realidad el beso es prenda segura de esperanza y transformación! En el poema del fraile David María Turoldo, el beso narra el drama de la lucha entre la muerte y la vida, el aliento dado y el aliento quitado:
Me besas con los besos… pero es con el besoQue Él recobra el aliento
el respiro que pasa de boca a boca
te convierte en “persona vivens” allí arriba…
Desde ahí comienza
la gran competición
Y muerte con amor convive.
Tú solo tienes una elección:
respirar su aliento
con la misma pasión…
La celebración litúrgica debe volver a ser un lugar agradable en el que experimentar la sobria embriaguez del Espíritu. Seriedad y alegría, verdad y belleza, comprensión e imaginación y meditación y excitación, todos estos componentes del ser humano deben poder encontrar su justo espacio y equilibrio en el ritual. Si en el pasado hubo prácticas de piedad apasionadas y extraordinariamente emocionales, hoy nuestras liturgias parecen desdeñar todas las formas emocionales o bien se abandonan a un desenfreno desenfrenado. La liturgia se convierte en maestra y guía de los afectos: los alimenta y al mismo tiempo los contiene, los ilumina y purifica, los alumbra y los eleva, conserva esa delicada frontera entre la exteriorización y la reserva, educando así en el justo respeto a la intimidad.
La liturgia es como un beso…
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