"POR JUSTO JUICIO DE DIOS HE SIDO CONDENADO".
Acababa de fallecer un célebre doctor de la Universidad de Paris llamado Raymond Diocres, dejando universal admiración entre todos sus alumnos. Era el año 1082.
Se había depositado el cuerpo en la gran sala de la Cancillería, cerca de la Iglesia de Nuestra Señora, y una inmensa multitud rodeaba respetuosamente la cama, en la que, según costumbre de aquella época, estaba expuesto el difunto cubierto con un simple velo.
En el momento en que se leía una de las lecciones del Oficio de difuntos, que empieza así:
- “Respóndeme. ¡Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades!”, sale de debajo del fúnebre velo una voz sepulcral, y todos los concurrentes oyen estas palabras:
- “Por justo juicio de Dios he sido acusado”.
Acuden precipitadamente, levantan el paño mortuorio: el pobre difunto estaba allí inmóvil, helado, completamente muerto. Continuóse luego la ceremonia por un momento interrumpida, hallándose aterrorizados y llenos de temor todos los concurrentes.
Se vuelve a empezar el Oficio, se llega a la referida lección:
- “Respóndeme”, y esta vez a vista de todo el mundo levantase el muerto, y con robusta y acentuada voz dice:
-"Por justo juicio de Dios he sido juzgado".
Y vuelve a caer. El terror del auditorio llega a su colmo: dos médicos justifican de nuevo la muerte; el cadáver estaba frío, rígido; no se tuvo valor para continuar, y se aplazo el Oficio para el día siguiente. Las autoridades eclesiásticas no sabían qué resolver. Unos decían:
- “Es un condenado; es indigno de las oraciones de la Iglesia”.
Decían otros:
- “No, todo esto es sin duda espantoso; pero al fin, ¿no seremos todos acusados primero y después juzgados por justo juicio de Dios?”.
El Obispo fue de este parecer, y al siguiente día, a la misma hora, volvió a empezar la fúnebre ceremonia, hallándose presentes, como en la víspera, Bruno y sus compañeros.
Toda la Universidad, todo Paris había acudido a la iglesia de Nuestra Señora. Vuelve, pues, a empezarse el Oficio. A la misma lección:
- “Respóndeme”, el cuerpo del doctor Raymond se levanta de su asiento, y con un acento indescriptible que hiela de espanto a todos los concurrentes, exclama:
- “Por justo juicio de Dios he sido condenado” - y volvió a caer inmóvil.
Esta vez no quedaba duda alguna: el terrible prodigio, justificado hasta la evidencia, no admitía replica. Por orden del Obispo y del Capítulo, previa sesión, se despojó al cadáver de las insignias de sus dignidades, y fue llevado al muladar de Montfaucon.
Verdaderamente, he aquí un condenado que “volvía del infierno” no para salir de él, sino para dar de él irrecusable testimonio.
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