Agustín "el cura de la Cañada" Rodríguez: "Con el nuevo estilo que Francisco incorpora, en la Iglesia cabemos todos"


Vivimos unos días convulsos en la Iglesia tras la reacción que ha suscitado la declaración Fiducia Supplicans. Tanto es así, que se está generando una reacción habitual frente a los ataques que sufre una determinada persona, y que no es otra que la de responder con la misma arma: Si unos hacen una campaña de críticas, otros hacen una campaña de apoyos; si unos escriben correos de repulsa, otros escriben correos de reconocimiento.

Es una reacción habitual: si alguien agrede a quien entiendo que no ha de ser agredido, salgo en su defensa con uñas y dientes. No sé si puede ser de otra manera, pero a mí me suena poco acorde con lo que imagino que diría Francisco.

Anoche me imaginaba a mí mismo preguntándole si quería que escribiese algo en su defensa. Y no tengo muy claro que me dijese que sí. Pero lo que sí que siempre cabe es decir qué ha supuesto en la vida de un cura de barrio el estilo y las palabras de un Papa como Francisco.

Eso no puede alentar la discordia porque a fin de cuentas no es sino el sentir de alguien que nunca ha contado mucho y que en esto, posiblemente, tampoco cuente. Mi experiencia de 32 años de cura, más ocho de seminario, siempre me colocó en los márgenes de una sociedad con excedentes humanos de los que quedan fuera de nuestros patrones marcados como correctos. Vivir el ministerio y la Iglesia en esos contextos nunca resultó fácil.

Yo me había formado en una Iglesia que me invitaba a salir hacia afuera, a ser fermento en medio de la masa para testimoniar la presencia de un Dios cariñoso, todo amor, que no ponía condiciones a quien vivía el infierno en su propia vida, sino que era capaz de bajar hasta ese mismo infierno para aliviar la quemazón de tantísimo dolor.

Me encontré en un contexto en el que el dolor se había hecho costumbre, en el que la indecencia de una sociedad bastante satisfecha consigo misma no dudaba en seguir lacerando vidas que no computan en las estadísticas del progreso social. Y en medio de ese contexto empecé a notar que la Iglesia giraba con otros ejes que se separaban de los dolores con los que yo me estaba acostumbrando a vivir. Sus preocupaciones empezaban a ser otras.

Los temas de conversación del clero se iban cerrando sobre sí mismos. Los seminaristas iban encapsulándose en un proceso de formación que les alejaba de la realidad que a mí me tocaba vivir y los auto referenciaba a un ambiente clerical centrado en sí mismo donde la norma de lo que se vivía era siempre más importante que el fondo de lo que necesitábamos vivir.

Era una sensación como de que ahí no se nos quería, pero se nos toleraba porque, en el fondo, todo el mundo sabía que éramos “gente maja” aunque estuviésemos tan equivocados. Pero en esas circunstancias se sufre. Hubo compañeros que se colocaron a la defensiva y adoptaron posturas más beligerantes. Yo opté por hacer mi trabajo (ser fiel a mi ministerio, que se diría en lenguaje clerical), lo que pudiera, sin más.

Recuerdo que me comunicaron que había sido denunciado por alguien anónimo por mi manera de celebrar la eucaristía: no porque no intentase vivir lo que se expresa en el sacramento, sino porque me remangaba en misa. Cada vez percibía una mayor distancia.

Nuestras parroquias cerraban puertas a todo tipo de realidad que no fuera propia: los grupos de Apoyo y Seguimiento tenían que buscar otros espacios para reunirse o para hacer actividades porque no eran confesionales; no era conveniente hacer nada en la parroquia que no respondiese a un cierto ideal de identidad cristiana; hasta los Alcohólicos Anónimos que estaban en muchas de nuestras parroquias tuvieron que marcharse.

Y los que salíamos con ellos a esos otros espacios éramos tachados de vivir con vergüenza nuestra identidad: Cáritas vergonzante, nos llamaban. Fueron años, muchos años, en los que uno siente que a curas como yo no se nos quería mucho en la Iglesia. No éramos referente de nada ni de nadie. No hubo por ejemplo, una sola llamada de espacios como el seminario para mostrar un modo de ser cura en Madrid.

Aunque también debo decir, porque es cierto, que al menos a mí se me toleraba casi todo. Jamás sufrí una reprensión por lo que hacía o lo que decía, si bien es cierto que en determinados espacios se prescindió de todo lo que yo pudiera aportar y se vetó que me pudieran solicitar charlas o conferencias en algunos ámbitos. Y aun así, se nos toleraba.

Aquellos tiempos buscaban una uniformidad que nos ahogaba. En todo: en el modo de vestir, en cómo poner las manos durante las celebraciones litúrgicas, en el modo de pensar, en la catequesis que teníamos de dar, en nuestra manera de hacernos presentes en la sociedad.

Recuerdo una visita pastoral en la que se comenzó afirmando: “no he venido a que vosotros me contéis, sino a deciros lo que se espera de vosotros”. Yo creo que esto lo resume bien.

Y de repente un día hicieron Papa a un tal Bergoglio, un argentino que lo primero que hizo fue pedirnos que rezásemos por él. Sonó a raro. Al menos a mí. Sus primeros pasos me mantenían en el recelo. Se valoraba que había ido a pagar al hotel en el que había estado hospedado antes del cónclave. No acertaba yo a ver por qué eso era tan importante. Lo normal es que uno pague el hotel si ha estado ahí. Y no por ser Papa habría que dejar de pagar...

Dicen que se preocupó por un soldado de la Guardia Suiza que había estado de pie muchas horas junto a su puerta y que le sacó una silla. Vamos, lo normal a poca empatía que uno tenga. Comentaban con asombro que iba por el Vaticano apagando luces, es decir, como cualquier otro cura en su parroquia... Cualquier otro cura. Yo creo que fue en ese momento cuando empecé a pensar que había habido un cambio de verdad.

Estábamos acostumbrados a que los Papas y los obispos proviniesen del mundo de la intelectualidad. Y este era cura, un cura como los demás curas, que sabemos lo difícil que es llegar a fin de mes y que nos pasamos la vida diciendo a todo el mundo que por favor apaguen las luces del baño cuando salgan.

Alrededor se despertaba un cierto aire de confianza por la espontaneidad de sus gestos. Un Papa cercano y asequible. Pero fue su primer escrito, creo, el de Evangelii Gaudium el que me llamó poderosamente la atención. Recuerdo que para muchos la cuestión era el vocabulario que empleaba. Palabras como primerear de repente parecía que eran el centro de lo que escribió, pero a mí me llamó la atención el número 32 de ese documento donde yo percibía que el Papa nos estaba llamando a la responsabilidad de dar una respuesta al mundo en función de la realidad que teníamos delante.

Es decir, la centralización que habíamos vivido no sólo no ayudaba, sino que complicaba la evangelización. Esto sí sonaba a nuevo. Porque además, frente a lo que pudiera sonar como una patente de corso para que cada cual pudiese hacer lo que le viniese en gana, el Papa nos llamaba a la responsabilidad pero al mismo tiempo fiándose de que cada cual hará lo que ha de hacer con la responsabilidad de hacerlo bien. Confianza en la responsabilidad. ¡¡Esto sí sonaba nuevo!!

Tuve la sensación de que este aspecto pasaba casi desapercibido pero ciertamente empezaban a surgir voces en contra y a favor del Papa. Muchas personas de las que habían sentido una cierta discriminación anteriormente empezaban a tener la sensación de que habían cambiado las tornas y que ahora era posible corregir los abusos de quienes habían hecho retroceder los intentos del Concilio Vaticano II por acercarnos al mundo.

Y eso me hacía sentirme incómodo. No veía ni como acierto ni como camino fiable el hacer con otros lo que había sentido que se hacía con nosotros. Si me había pasado toda mi vida reivindicando un espacio, no iba a ser yo ahora quien quisiera que los que no me lo concedían pudiesen carecer de él. Yo no quería jugar ese partido. Y, sinceramente, imagino que Francisco tampoco.

Durante muchos años mucha de la gente con la que convivo y a la que quiero con locura, no cabía en la Iglesia. Ahora, con el nuevo estilo que Francisco incorpora, caben. Pero me parecería un error que cupiesen a costa de que otros no. Quizás la gran diferencia de la situación actual es que ahora no tenemos por qué no decir lo que pensamos: todos.

También los que no estén de acuerdo con Francisco. También los que piensen que soy un cura muy secularizado y que he perdido las raíces de mi ministerio. Esos también caben. Porque si ellos no caben, seguimos en lo mismo. Y ya hemos sufrido, todos, demasiado.

Para mí hay muchas cuestiones que no son ni antropológicas, ni teológicas, ni filosóficas. No es una cuestión de doctrina. Es cuestión de mirar a la otra persona a la cara y reconocer su dolor en sus ojos. Eso es lo que hacía Jesús. A la pregunta de dónde vive no da una respuesta teórica: venid y lo veréis. Jesús no define el Reino, lo muestra. No pide nada a cambio de su cariño, de su estar. Va a casa de los pecadores y come con ellos.

A mí lo de Francisco me recuerda a eso. Hay problemas en la Iglesia que yo los afrontaría desde el sufrimiento que han causado. Porque todo lo que genera sufrimiento NO es de Dios, NO proviene de Dios. Por eso, con mi obispo, yo también afirmo con contundencia que lo que esté en mi mano para aliviar el sufrimiento de tantos que han sufrido tanto, lo haré. Y que bendeciré, que no maldeciré. Y que seguiré creyendo en una Iglesia que Dios, en Cristo, ha puesto al servicio de todos y todas. También de quienes no estén de acuerdo.

Autor: Cura de la Cañada

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