A ver, empecemos por lo básico: todos hemos experimentado el amor, ¿verdad? Ese cosquilleo en el estómago, ese sentimiento que nos hace ver las cosas de forma diferente, que nos mueve a hacer cosas increíbles por alguien más. Pero la realidad es que, aunque experimentamos amor, ese amor que conocemos es solo un reflejo de algo mucho más grande y perfecto. Y es que la esencia más pura de Dios es el amor, pero no un amor cualquiera, sino un amor que define Su misma existencia. Dios no solo ama, ¡Él es amor! Como lo expresa San Juan: "Dios es amor" (1 Juan 4,8).
Dios es Amor en su naturaleza más profunda
Imagina por un momento un sol brillante y resplandeciente. Cuando te paras bajo sus rayos, sientes su calor y su luz. Pero esos rayos que tocan tu piel no son el sol en su totalidad; son solo una manifestación de su naturaleza. De la misma manera, lo que nosotros experimentamos como amor son destellos de la fuente infinita de amor que es Dios.
Dios, en Su ser más íntimo, no tiene amor como algo añadido. El amor no es algo que Dios hace, es lo que Él es. Y es aquí donde entra uno de los misterios más hermosos y profundos de nuestra fe: la Santísima Trinidad. Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas pero un solo Dios, viviendo en una relación de amor eterno e inquebrantable. En esta unión, el Padre ama al Hijo, el Hijo ama al Padre, y ese amor es tan perfecto, tan pleno, que es una Persona, el Espíritu Santo. Es como un círculo de amor que no tiene principio ni fin. ¡Esa es la esencia de Dios!
El amor humano frente al Amor Divino
Ahora bien, cuando hablamos de nuestro amor, nos damos cuenta de que siempre está condicionado de alguna forma. Amamos porque alguien nos ama de vuelta, porque encontramos algo hermoso o valioso en esa persona. Pero el amor de Dios rompe con todas estas limitaciones. Él no necesita nada de nosotros; no le damos nada que Él ya no tenga. Y, sin embargo, nos ama con una intensidad que no podemos ni imaginar.
La mejor manera de entender esto es mirando a Jesús, la máxima expresión del amor de Dios hecho carne. San Pablo nos lo dice muy claro en Romanos 5,8: "Dios muestra su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros". Piensa en eso por un momento. Dios no esperó a que fuéramos perfectos o a que mereciéramos su amor. Nos amó primero, y lo demostró entregando a su Hijo por nosotros. ¡Ese es el amor en su forma más pura!
Cuando Jesús está en la cruz, clavado, desfigurado por los latigazos, y a punto de morir, pronuncia palabras que resuenan a lo largo de los siglos: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lucas 23,34). En ese momento, Dios nos muestra que su amor no tiene límites. Ama incluso cuando es rechazado, ignorado, insultado. Ese es el amor que Dios es en su naturaleza más profunda.
El Catecismo y la naturaleza del Amor de Dios
El Catecismo de la Iglesia Católica también nos habla de este amor tan maravilloso. En el número 221, dice: "Dios es Amor: La Escritura lo dice en muchas ocasiones. El amor de Dios es ‘eterno’ (Is 54,8); ‘leal’ (Sal 25,10); ‘misericordioso’ (Sal 103,8); ‘fiel’ (Os 2,21); ‘bondadoso’ (Is 54,10). El amor de Dios es gratuito y sin condiciones, un amor que se entrega sin medida ni reserva alguna". Qué impresionante, ¿no? Nos muestra que el amor de Dios no se agota, no tiene fin, y es completamente gratuito. No hay nada que puedas hacer para merecerlo, y nada que puedas hacer para perderlo. Es un amor que simplemente ES.
Nuestro llamado a reflejar el Amor de Dios
Ahora bien, uno podría preguntarse: "¿Y qué hago yo con todo esto?". Pues resulta que, aunque no podamos ser amor en nuestra esencia como Dios lo es, estamos llamados a reflejar ese amor en nuestra vida. Jesús nos dejó un mandamiento muy claro: "Ámense los unos a los otros como Yo los he amado" (Juan 15,12). ¡Fácil de decir, pero qué difícil es ponerlo en práctica!
Nos cuesta amar al que nos hace daño, al que piensa diferente, al que nos cae mal. Pero si queremos parecernos a Dios, si queremos experimentar ese amor en su plenitud, tenemos que hacer el esfuerzo de amar sin condiciones, tal como Él lo hace con nosotros. Aquí es donde entra la caridad, que es ese amor desinteresado, sacrificado, que busca el bien del otro por encima del propio.
San Pablo lo describe de una forma bellísima en su carta a los Corintios: "El amor es paciente, es bondadoso. El amor no tiene envidia, no es jactancioso, no se envanece. No hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor" (1 Corintios 13,4-5). Este es el tipo de amor que se nos pide vivir. Es un amor que se entrega, que se da sin esperar nada a cambio, que se sacrifica por el bien del otro.
El Amor de Dios como fuente de Esperanza
Y te digo algo, en un mundo tan lleno de dolor, de sufrimiento y de desesperanza, el hecho de saber que Dios es amor, que Él nos ama de una manera tan personal, tan íntima, debería llenarnos de consuelo y esperanza. No estamos solos. No somos un accidente en el universo. Somos amados, y no de cualquier manera, sino con un amor que supera cualquier cosa que hayamos experimentado o imaginado.
Cada vez que te sientas perdido, cada vez que sientas que nadie te comprende o que no eres digno de amor, recuerda que hay un Dios que te conoce mejor que tú mismo, que sabe de tus heridas, de tus luchas, de tus fracasos, y que aún así te dice: "Tú eres mío. Te amo". Ese amor es el que le da sentido a nuestra vida, y es el que nos impulsa a amar a los demás, incluso cuando es difícil, incluso cuando duele.
Conclusión
Dios es amor en su naturaleza más pura, y nuestra vida adquiere su verdadero sentido cuando respondemos a ese amor, cuando dejamos que Él nos transforme y nos llene con Su amor para compartirlo con el mundo. Así que, cada vez que veas un acto de amor, por pequeño que sea, recuerda que estás viendo un reflejo de ese amor infinito que es Dios. Y cada vez que ames, aunque sea un poquito, aunque te cueste, estarás participando de la esencia misma de Dios, porque Dios es amor, y nosotros, creados a Su imagen y semejanza, estamos llamados a ser, aunque sea un pequeño reflejo de ese Amor eterno.
Autor: Padre Ignacio Andrade.
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